TODOS los aconteceres de la vi-da nos revelan algo. La pandemia, por ejemplo, nos ha puesto en entredicho nuestros comportamientos: la insolidaridad manifiesta entre nosotros y la incapacidad de los países, con sus gobiernos al frente, para trabajar unidos. La pérdida de valores, el descarte de vidas, la confrontación permanente, la ausencia de proyectos comunes, el incumplimiento de obligaciones, el desprecio o la violación de derechos fundamentales son manifestaciones graves, gravísimas, que deben movernos a rectificar, pues el hecho de "dejar pasar" lo que nos resta verdaderamente es supervivencia y futuro. Quizás tengamos que empezar por hacer valer nuestro espíritu ciudadano. Para empezar, los sistemas sanitarios en todo el mundo deben ser mucho más generalistas y accesibles, sobre todo con aquella ciudadanía de bajos ingresos o de pobreza extrema. Tal vez tengamos que respetar mucho más e intentar hacer realidad aquellos objetivos en pro del bien común universal, que suelen trabajar las organizaciones internacionales. Hay que pasar de las palabras a los hechos. Ha de ser prioritaria la acción, con las ofrendas recíprocas de admiración y cariño, de los unos hacia los otros. No podemos, ni tampoco debemos, quedarnos dormidos. Hemos de despertar, si en verdad queremos alumbrar el día de mañana con el de hoy, lo que nos exige fomentar la cooperación y la coordinación mundiales, el fecundo intercambio de vivencias en suma.
Revisar el mañana, por tanto, es tarea de todos. Nadie se excluya, todos tenemos algo por lo que enmendarnos. En efecto, hay que ponerse en acción de emprender una transformación de modos y maneras de vivir, con un calentamiento global sin precedentes y con una pérdida de biodiversidad grande. En un contexto de tantas dificultades, no es posible forjarlo en solitario, pero sí de manera conjunta es cómo podemos avanzar, replanteando la consideración hacia toda vida, dignificándola hacia ese destino común y haciéndonos olvidar contiendas inútiles que lo único que hacen es destruirnos. Quitemos las armas del mundo, restituyamos el abrazo permanente y pongamos el auxilio recíproco como diario de vida. Asentemos corazón en lo que hacemos y juntemos latidos en rogativa de cambio. Indudablemente, la tarea no es nada fácil. Para empezar, tenemos que tener claro que no hay avance sin diálogo ni compromiso. La humanidad tiene que humanizarse. Y no hay modo de hacerlo que no sea con una evolución que aproveche todos los dones y talentos conseguidos hasta ahora. Ésta es la esperanza, esa inclusión y esa memoria histórica de la que tanto hablamos, pero que en demasiadas ocasiones la ignoramos. Ojalá volviéramos a descubrir esa necesidad inherente e innata de sentirnos acompañados. En cualquier caso, reconozco que no me gustan esos afanes posesivos, esos desvelos irresponsables que activan el encontronazo en vez del encuentro. El empeño debiera ser otro, más allá del bienestar propio; pues, a veces, es la realidad misma la que clama y se rebela asimismo.
Es cierto que cada jornada vivida le alcanzan sus temores y que no hay que anticipar los de mañana, pero, realmente, el futuro siempre se ha dicho que cae del aliento de los críos que van a la escuela. Por eso, es importante que los educadores tomen conciencia de que su responsabilidad tiene que ver más que con referencia a programas y contenidos, que también, pero sin obviar, de ningún modo, esas dimensiones morales, espirituales y sociales, que son las que verdaderamente nos humanizan. Creo que esto además es la gran asignatura pendiente. Cultivar estas actitudes nos hará crecer más por dentro y, por ende, seremos más copartícipes. En estos momentos, precisamente, cuando todo parece desmembrarse y diluirse en necedades absurdas, lo que se requiere es la capacidad de servicio y entrega a los demás; máxime en un instante en el que hemos de aunar esfuerzos para salvar vidas y atenuar la devastación social y económica de nuestros pueblos. Sin duda, una situación armónica es indispensable para facilitar el acceso humanitario en situaciones de vulnerabilidad y pobreza. Despojémonos, por tanto, de nuestras miserias humanas y démonos una oportunidad de vivir en la quietud, con la creación de otro ambiente más de concordia. Fuera desavenencias. A propósito, el llamamiento lanzado este mismo año por el secretario general de Naciones Unidas en el que pedía un alto el fuego mundial para todos los conflictos nos alegra que cuente ya con el respaldo de multitud de países. Éste es uno de los muchos caminos a revisar para que no hablen más los artefactos. La puesta de un empuje abierto al mundo entero, acogiendo las diferencias y confluyendo en ellas, nos hará más libres, pues todos tenemos algo que aportar a los demás. La cátedra viviente ha de compartirse. Desde luego, que sí.