N espíritu responsable toma conciencia de sus andares y, con amor, encauza sus pasos hacia la entrega generosa, pues no hay nada más sublime que un comportamiento que armoniza. Desde siempre, la tarea de las Naciones Unidas ha sido preservar a las generaciones futuras del flagelo de la guerra, activando una atmósfera de concordia basada en los valores de libertad, justicia y democracia, derechos humanos, tolerancia y generosidad. También ahora, con la epidemia del coronavirus (COVID-19), el titular de la ONU: António Guterres, apela “a la responsabilidad compartida y a la solidaridad mundial para hacer frente al impacto de la pandemia”, llamando a la unidad para mitigar el golpe que está recibiendo la población. Sin duda, es importante esa cognición de autocrítica, al menos para restablecer horizontes de acción conjunta. Desde luego, esta plaga requiere de una labor coordinada de todo el linaje, incluyente, decisiva e innovadora, sobre todo con aquellos países y gentes más pobres y vulnerables. La solidaridad, por consiguiente, es algo más que una palabra bella, es un ejercicio interior de cada ser humano consigo mismo, ante el mayor desastre observado, -tal y como reconoce Naciones Unidas-, desde la Segunda Guerra Mundial.
En esta nueva contienda, multitud de vidas humanas luchan por la supervivencia, mientras algunas han muerto en tremenda soledad; de ahí, que todo apoyo sea fundamental. Los países más avanzados, deben asistir de inmediato a los menos desarrollados, para que puedan sostener sus sistemas de salud y la capacidad de oposición para detener la transmisión del coronavirus. Desde luego, una respuesta copartícipe de todo el linaje, ayuda y fortalece espíritus andantes que han de ver restringidos sus movimientos y contactos, a fin de poder atajar esta emergencia de salud, pero también con un acceso universal al tratamiento de la enfermedad y a la vacuna, cuando esté disponible. Tenemos que ser solidarios como jamás, pues, tan vital como hacer eficientes los servicios públicos básicos de salud, es también la seguridad alimentaria, el acompañamiento ante el impacto social, así como la réplica económica para la recuperación, con el alivio de la carga de las deudas que ha de ser otra prelación. Únicamente, actuando de este modo, construiremos un nuevo futuro para todos que, indudablemente, debe apoyarse en la Agenda 2030.
A mi juicio, es el camino para edificar sociedades más equitativas, asistidas en todo momento por esas instituciones internacionales y ciudadanía en general, que es como se pueden derrotar cualquier tipo de contiendas venideras.
Sería bueno, por tanto, que cobrará además una mayor conciencia la contribución de los voluntarios, de aquellas gentes siempre dispuestas a donarse, a ofrecer su amparo y servicio a todo aquel que lo necesite, subrayando lo importante que va a ser la voz de las personas, al menos para formular y aplicar políticas inclusivas de desarrollo y crear otro astro más fraterno. La tierra deber ser de todos y de nadie en particular, siempre lo digo. Estoy convencido de que unidos no hay contienda que nos destruya. Hemos de oírnos y no excluir a nadie.
El porvenir llega de la mano conjunta, no de la división entre análogos, y este voluntariado es prioritario en un ámbito tan cambiante como el actual, pues ellos sí que crean lazos sociales y dan voz a los sin voz, a los grupos marginados y vulnerables. Son, y lo serán por siempre, los primeros en actuar en momentos de crisis humanas como la actual del coronavirus.
Ofrecen tiempo y dedicación, ponen pasión y muestran sus habilidades de socorro, a esa humanidad pasiva e indiferente, instalada en el individualismo, que nos lleva a no ocuparnos ni a preocuparnos por nadie, y mucho menos por ese espacio de los excluidos. Ojalá esta experiencia vivencial de la plaga nos lleve a modificar actitudes y miradas, a entornar otro lenguaje menos interesado y más auténtico en el amor, para promover otro hábitos de encuentro, de hospitalidad y familia.