Terrassa, 17 de noviembre de 1999
Espero a mi nieta en un banco del jardín. Tengo ganas de verla. Disimulo mi impaciencia con un libro de cuentos de Benedetti que en los últimos meses me acompaña a todas partes. Estoy enfrascado en la historia de Armando Corriente y El Otro yo. Aunque el cuento apenas llena una página, me cuesta concentrarme en la lectura. Mi caprichosa memoria me lleva a perderme una y otra vez en los rizos rubios de mi pequeña.
-Yo también tengo una nieta.
Levanto la mirada del libro y abandono la frase en la que llevo un rato encallado. Hasta este momento no he reparado en el anciano que se sienta a mi lado. Tiene las manos nudosas, y apoyadas en un grueso bastón de esos que no pueden encontrarse en las farmacias. Habla mirando hacia delante, con sus pequeños ojos acorralados por una maraña de arrugas, y recorre con ellos la delgada línea donde descansan el horizonte, el ayer, el ahora y el mañana. Respondo al comentario del compañero de banco con una sonrisa educada que interrumpo en seco cuando caigo en la cuenta que aún no he abierto la boca.
-¿Disculpe?…
El anciano se mantiene en silencio. Me fijo en el audífono que abraza su oído. Repito la pregunta con cierta vehemencia.
-¿Disculpe?
-Eso hacemos los abuelos en los bancos. Esperar, ¿verdad? Y a los nietos. A los hijos no, que siempre corren, intentando atrapar a la vida. Aún no saben que ella es más rápida. Con los nietos es diferente. Ellos corren igual, pero nos ven en el banco y se acercan, van y vienen, y en cada viaje se dejan un par de besos. Hasta que crecen…
-Mi nieta tiene tres añitos. Hoy es el primer día de colegio. No he ido a casa. Llevo toda la mañana sentado en este banco. Espero que le haya ido bien. Ya tengo ganas de verla.
– ¿Cómo se llama?
-Irene.
-Como la mía… Tiene ya veinte años. Me parece mentira. La he criado desde que iba en carro y ya está en la universidad. Por Italia anda estudiando Arte. Yo la enseñé a dibujar ¿sabe? Toda la vida en una fábrica de hilaturas, pero el veneno del arte se lo metí yo en la sangre. Sus padres han estado siempre muy ocupados; mi nuera con la peluquería y las amigas y mi hijo con ese dichoso bar que le paga la casa pero que va a terminar con su hígado.
Abro de nuevo el libro por la página en la que estoy perdido. El Otro yo. Observo con recelo el anciano, que mira hacia adelante con esa sonrisa absurda que me es tan familiar. No para de hablar.
-Si no tienen tiempo para Irene, no van a tenerlo para un viejo tonto que empieza a olvidar las cosas, pero que aún tiene arrestos para decirles cuatro cosas. Aquí me tienes. Es mi primer día en mi última casa. Al menos esta residencia decadente tiene un bonito jardín.
Las frases del libro escapan del papel y giran alrededor de mi cabeza a toda velocidad. Maldito carcamal. Debería cerrar la boca y acabar ya con la estúpida broma.
-Bueno, mi nieta va a salir de clase. Es su primer día. ¿Ya se lo he dicho?
-Estamos en noviembre. Las clases empezaron hace dos meses. Irene está muy lejos y no creo que hoy podamos verla.
-¡Calla de una santa vez! ¡Márchate de aquí y déjame tranquilo!¡Cuando llegue mi pequeña quiero estar solo!
El anciano se levanta en silencio y dirige sus pasos a la residencia. No vuelve la mirada hacia el banco en ningún momento. Apoya una mano sobre el bastón. En la otra sostiene un viejo libro de cuentos, con las hojas ajadas por el paso de los años. En los últimos meses va con él a todas partes.