Terrassa

Así se encierra a un atracador

Golpes, da golpes en la persiana, para que la abran, para salir de su encierro en ese supermercado de Les Arenes en el que ha irrumpido de la misma forma que ha irrumpido en otros dos locales poco antes, cuchillo en mano, para llevarse dinero. Es un atracador y en el supermercado de la calle de Joan XXIII, ese súper de Les Arenes en el que está cautivo, acaba su periplo delictivo. Está encajonado entre la persiana, clausurada desde dentro por una de las víctimas, y la puerta de vidrio, también cerrada. Sólo sale cuando llegan los mossos y el dependiente vuelve a subir la persiana, intenta huir, corre, pero entre los agentes y unos vecinos lo inmovilizan. Un testigo lo zancadillea. Se acabó lo que se daba.

Entre la entrada del delincuente en el establecimiento y su reducción tumultuaria pasaron unos diez minutos, minuto arriba, minuto abajo, atenor del cálculo de las dos víctimas de ese asalto; de un robo que ha alcanzado un alto grado de singularidad tanto por su abrupto final, encierro incluido, como por la repercusión obtenida en redes sociales por el vídeo grabado y difundido por un vecino.

Fue aquel el desenlace aparatoso de una tarde de intimidaciones con arma blanca, y con ánimo de “enriquecimiento ilícito”, como indica el argor jurídico, perpetradas presuntamente por un individuo que hasta aquel día, el 15 de mayo pasado, tenía un historial limpio de antecedentes policiales.

El sospechoso, terrassense, de 35 años, español, inauguró su recorrido de atracos a las 3.30 de la tarde, cuando entró en un prostíbulo radicado en Ca n’Anglada. Hizo ver que era un cliente más, pero poco tardó en sacar un cuchillo que portaba oculto en la chaqueta. Era un arma de grandes dimensiones, poca broma. La blandió amenazante ante una mujer y se largó con un botín seguramente más magro de lo deseado por él: se llevó 20 euros que le entregó otro cliente.

Entre ese primer zarpazo y el segundo transcurrió una hora. El atracador se dirigió a un supermercado de la calle de Colom. Se adentró en el local y al poco extrajo de nuevo el cuchillo, el mismo de antes. Forzó la caja registradora y se hizo con el botín, unos 400 euros.

Hacia Les Arenes
No tuvo bastante y tentó a la suerte con un tercer robo con violencia e intimidación. Tardó un par de horas más en ejecutarlo desde el asalto de la calle de Colom. El ladrón se encaminó a Les Arenes.

El supermercado que devino su tercer objetivo de aquel día, y al cabo su ratonera, está en la calle de Joan XXIII, a unos pocos metros del pasaje de La Panadella. Abrió sus puertas al público hace ocho años. Lo regentan ciudadanos de origen paquistaní. Allí estaban los dos trabajadores, Iqbal y Alí. El primero se encontraba en la trastienda, ocupado en el horno de calentar pan, uno de los artículos más recurrentes en este tipo de supermercados. Alí atendía junto a la caja registradora. Eran las 6.40 de la tarde.

En esas entró aquel tipo joven, vestido de oscuro, con gafas de sol tapándole los ojos.

“¡El dinero!”, soltó, explícito y directo. “¡El dinero!”. Alí pensó en el primer momento que aquello era una broma chusca y replicó a la afrenta inicial con un “¿cómo?” inocente, de estupefacción e incredulidad. El asaltante despejó las dudas de tajante modo. “Así de grande”, describe Iqbal separando sus manos para dar cuenta de las dimensiones del arma blanca que el sujeto aquel enarboló delante de su compañero.

El malhechor parece nervioso, se agita, quiere actuar rápido pero las cosas empiezan a torcerse cuando trata de abrir la caja registradora y no puede, no puede, tira de ella, e Iqbal ya está en la tienda. Ha corrido desde el fondo al oír gritos. Así de grande era el cuchillo, así, de cocina, algo mellado.

El tipo agarra la máquina para acarrearla. La secuencia es de ráfagas, Iqbal reacciona, Alí también, cada uno a sus puestos. El atracador golpea la puerta de vidrio con la máquina, un golpe seco, no la rompe del todo, su empeño se topa con el de los dependientes, uno sale, uno cierra esa puerta de vidrio, otro sale a la calle y pide ayuda. Iqbal ya está fuera, en la acera, y Alí se queda dentro, en su sitio, en el mismo lugar en el que estaba cuando aquel sujeto ahora más tenso que antes le puso delante el cuchillo y le pidió “el dinero”. Alí acciona el mando de la persiana. Y la persiana baja mientras el delicuente se enfanga en su interés por abrir la caja a las bravas. La tira contra el suelo. Consigue la apertura, saca el dinero, unos 450 euros, y se los mete entre el pantalón y la barriga.

La persiana desciende. El sospechoso no puede entrar otra vez al local y está perdiendo la oportunidad de salir a la calle, pues la persiana metálica, opaca, ya casi toca el suelo. Desde fuera se ve una mano con el cuchillo de lado a lado, extraña maniobra entre amenazante y desesperada.

El intruso se ha convertido en cautivo. Queda encajonado en un espacio reducido. Aquella tarde se destila en el tramo escueto, de menos de un metro, entre una puerta y otra. No puede salir ni entrar, pero le hubiera resultado más fácil hacer lo segundo destrozando el cristal, pero ¿para qué? Lo que quería era abandonar aquel sitio, su perdición tras la retahíla de robos, la postrera parada.

Los mossos
Que alguien llame a la policía. Iqbal se ha dejado dentro el teléfono móvil. Y alguien ha llamado a los mossos. No hará falta que la unidad de investigación incoe indagaciones por aquí y por allá, visionando vídeos de seguridad, recomponiendo el puzle, hablando con testigos, para identificar al presunto autor de los tres atracos de aquella tarde y darle caza días después. Hará diligencias, por supuesto, pero la detención la tienen en su mano ya aquellos compañeros de la unidad de seguridad ciudadana. Falta poco, pero la actuación no estará exenta de escollos.

Se oye una sirena. Llega una patrulla con dos agentes. Ya hay más gente a las puertas del súper. Se arremolinan testigos mientras se oyen los golpes que el ladrón asesta a la persiana desde dentro. Uno tras otro. “Había mucha gente fuera”, recuerda Iqbal. Él se movía de lado a lado de la puerta.

“Los mossos me dijeron que subiera la persiana otra vez”, cuenta Alí. El ladrón estuvo, según sus cálculos, “un par de minutos” allí, en su encierro. Dos minutos de estupor para él. La persiana asciende poco a poco cuando Alí acciona el mando desde dentro, cuando los mossos se lo dicen desde fuera. Los policías aguardan, uno ayuda a subir la chapa. Los testigos también aguardan.

El esperado no se entrega. La persiana sube, se le columbra. En un santiamén, en un arranque impetuoso, cuando halla el espacio suficiente para la salida, el atracador trata de huir pegado a la pared. No se da por vencido, vende cara su estampa de arrestado, corre, pero da muy pocos pasos, nada, lo que da de sí la anchura de la acera.

Perdido
Se zafa de un mosso que intenta agarrarlo, es un instante de efímero triunfo para él. No tiene sitio, está rodeado. Un testigo que espera junto a los mossos lo zancadillea, el fugitivo cae, el que lo ha hecho caer trastabilla también, un mosso se tira encima, el otro también, y alguien más. Ay, ay, se oye. El asaltante se revuelve, varias manos, varios cuerpos, se posan sobre él para que no se mueva. No puede escapar, está perdido. “Sólo vi el tumulto de gente, nada más”, rememora una comerciante que salió de su establecimiento al oír follón.

El ladrón ya está esposado. Tiene sangre en la cabeza. Porta el dinero robado. Un mosso lo lleva al coche patrulla, parado enfrente del supermercado. Uno de los agentes sufre lesiones leves. Los mossos recogen el cuchillo que el detenido, ahora ya sí detenido, ha dejado en el local de su desdicha. Trasladan al joven a la comisaría (primero, se presume, a un hospital) para que declare, para instruir las diligencias que llevarán al juzgado cuando lo pongan a disposición judicial.

Compareció en el Palacio de Justicia el sábado. Y salió de la Rambleta del Pare Algre directo a prisión, imputado por tres robos con violencia e intimidación.

El súper sustituyó la caja registradora destrozada. En el suelo, a la entrada, aún se aprecian los desconchones de los golpes asestados con la máquina. Un cliente entra pidiendo una barra de pan. Luego otro, y otro más. “Eh, que habéis salido en el diario”, comenta uno de confianza. “Vaya susto”, dice Iqbal, y separa las manos. Así era el cuchillo. Y así encerraron él y su compañero Alí a un atracador.

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