A estas alturas del verano el cadáver de Miwa ya se habrá fundido con el fondo marino. La carne derretida habrá formado junto a los cienos pelágicos una pasta de untuosa podredumbre, como mantequilla expuesta al sol indolente.
Miwa nació tres minutos antes que yo. De alguna manera aquello debió determinar su propio destino, pues desde entonces demostró ser la más precoz en todo: aprendió a caminar y a hablar antes que yo; sus pechos se desarrollaron antes que los míos; menstruó meses antes de que yo lo hiciera; también decidió, por supuesto, adelantarme a la hora de morir.
Por desgracia para mi gemela, si era su intención, suicidarse no la hacía especial. En lo que llevábamos de año, agravado sin duda por la crisis imperecedera, un número nada despreciable de personas habían optado por quitarse la vida. En la prefectura de Tokushima muchos se habían arrojado al mar desde el puente de Onaruto para ser tragados por las espirales espumosas del canal que separa Shikoku de Awaji. Decían que algunos se suicidaban por la falta de expectativas de futuro, que a otros probablemente los arrastraba el dolor de la soledad. Miwa, sin embargo, fue asesinada por un juego macabro: el Loto Negro. No pretendo excusarla, mi hermana debió esforzarse más en no ser tan débil. Reconozco que por entonces no tenía certezas, solo preguntas que me rondaban la cabeza: ¿por qué participaría en una estupidez semejante?
Pensé en buscar entre los despojos de su intimidad para intentar corroborar las sospechas que tenía sobre su desaparición. Al principio lo llamaron así: desaparición. Hasta que pasaron varias semanas y las labores de búsqueda quedaron suspendidas sin éxito. Entonces pasó a ser oficial: estaba muerta. Quizás fuera mejor así, pues en las escasas ocasiones en las que la policía lograba encontrar en los días siguientes el cuerpo todavía reconocible del suicida, casi siempre eran adolescentes, resultaba aún más doloroso para la familia, pues el último recuerdo que albergaban de su ser querido era un cadáver abotargado y pálido.
Accedí al ordenador personal de Miwa, del cual por suerte solo yo conocía la clave, para buscar algún indicio de por qué nos había dejado de aquella manera. Pensé entonces que un profundo sentimiento de amor me empujaba a investigar al Loto Negro, que seguir sus pasos era la única manera para lograr entenderla. Pero a medida que pasaban los días percibía que en realidad me alentaba el odio; un odio profundo hacia mi hermana a causa de su egoísmo, por abandonarnos a mí y a mis padres, por despedirse con tres frases en una estúpida nota que tapizaba el fondo de su escritorio: «Me voy para siempre. Ya no quiero esta vida. Os deseo suerte».
Miwa ya no existía y yo me sentía estúpida por odiarla. Sin embargo, al Loto Negro sí podía odiarlo. Hasta el punto de desear su muerte. Me impuse a mí misma que no descansaría hasta lograr cortar los lazos que había tejido sobre la voluntad de los demás jóvenes de Tokushima.
Me convertiría en su asesina.