Silvia tiene 44 años y ha sufrido bulimia durante la mayor parte de su vida; pidió ayuda en Mútua y se está recuperando de un trastorno a veces incomprendido
Toda ella era para adentro, cautiva en un caparazón de ansiedades. Silvia siempre fue "algo gordita" y de joven empezó a coleccionar regímenes, y adelgazaba y engordaba y miraba a sus amigas, tan delgadas ellas, y vuelta a empezar. Hasta que descubrió la calma engañosa en atracones a los que seguían los vómitos provocados, atracones y vómitos, dulces, patatas chip, galletas, bolsas y bolsas y luego a echarlo todo, a devolver como el que devuelve un premio envenenado.
Silvia es bulímica. O lo era. Silvia no es una adolescente ojerosa. Silvia tiene 44 años, es licenciada universitaria, madre de familia. Silvia (nombre ficticio) no podía más y desfilaba por el filo del acantilado de la vida con una mochila cargada de angustias. Pidió ayuda con desesperación e ingresó en el hospital de día de la Unitat de Trastorns de la Conducta Alimentària (UTCA) de MútuaTerrassa. Ahora lleva luz en los ojos y es sonrisas. Ya sale. Le queda poco. "Esto ha sido mi salvación", dice.
Los primeros signos de alarma propia le sobrevinieron recién alcanzada la mayoría de edad, hace más de veinticinco años. "Siempre tuve tendencia a estar gordita, pero mis amigas eran delgadas y eso no ayudaba mucho. Me ponía a hacer dietas, adelgazaba y engordaba, y no quería engordar. El último de los regímenes que emprendí fue de proteínas. El peso se me descontrolaba con la sucesión de dietas. Y ví que me sentía bien vomitando después de comer", cuenta.
Ayuda
Fue consciente de lo anormal de la situación y pidió ayuda a su madre. "Tuve la sensación, siempre la he tenido, de que le entró por un oído y le salió por otro. No me ayudó". Tampoco otros miembros de su familia, focos de presión añadida. Pero la vida apretaba, pasaban los días, estudiaba una carrera muy exigente, se encerraba con la sola compañía de la presión, la cabeza devenida caldera y cárcel. Sólo remansaba su inquietud de vivir el momento sublime del atracón y el vómito, una cosa y la otra, pareja indisoluble del reposo vital. "Sólo deseaba llegar a casa y que no hubiese nadie, y comer y comer, y luego echarlo todo". Se hartaba, por ejemplo, de las golosinas que compraba camino de su domicilio, de vuelta de la jornada laboral.
El trabajo, otra saeta que agujereaba el ánimo hasta dejarlo hecho un colador. Estrés, horas y horas, y ella sumergida en el pozo turbio de su mente. "Seguía inmersa en mi propio mundo, no quería quedar con nadie, no quería relacionarme con nadie". Su trastorno pasaba inadvertido. Las personas anoréxicas pueden mostrar signos externos de alerta por su delgadez, pero ella no, las bulímicas como ella no. Silvia se casó en el 2000 y su marido no sabía nada, y tuvieron dos hijos, y Silvia continuaba con sus comidas compulsivas y opíparas y devolviendo lo engullido.
Años después del casamiento, se lo confesó a su cónyuge. "Llevo muchos años así". "¿Qué dices?", contestó él, atónito y preocupado. "Él se movió, buscó información y me hizo venir aquí". "Aquí" es la unidad de trastorno de la conducta alimentaria de Mútua. Hace unos cinco años, pues, hizo terapia durante año y medio. Se calmó, obtuvo el alta, pero la placidez duró unos meses.
Las amarguras
La espiral de infiernos se reactivó con los oasis impostores de los atracones-vómitos, el dúo de la enfermedad. No hago nada bien, se decía, estaríais mejor sin mí, espetaba a su marido. "Yo misma nunca me había gustado". A la ingestión de paquetes de patatas le sucedía la de galletas y la de gominolas, y ella no se sentía saciada.
Estarían mejor sin ella, su familia se liberaría de la losa de una mujer alimentada de amarguras, pensó. Y pensó en marcharse de casa, huir, desaparecer para aliviar la carga de esposo y progenie. "Si sigo este camino, los pierdo", se dijo en el instante de lucidez que cambió su vida con el empujón benéfico de algunos de los suyos. Uno de sus hermanos y su cuñada, que es amiga de largo recorrido también, la ayudaron a dar el paso, al aldabonazo que la llevó a suplicar ayuda en MútuaTerrassa.
Fue en octubre del 2016. "Entré en Mútua y dije ‘no puedo más. Necesito cerrar la puerta, cortar con todo, curarme, dedicarme a curarme". "Lo hice por mi marido y por mis hijos, para no perderlos. Luego me di cuenta de que lo prioritario era yo, mi bienestar". Y es que los niños lo notaban, notaban su irritabilidad, sus ojos de desazones, su desidia en el vivir arrastrado. Asistían a sus gritos por cualquier motivo. Gritos, pero también tedio. "No podía ni enfrentarme con mi hijo adolescente (14 años), con las broncas habituales en estos casos y esas edades, porque yo era pura pasividad, insensible, sin sentimientos".
Un motor con gripe, un alma en pena. Trabajo, casa familia, trabajo, casa, familia, vida de sombras. Sollozos en la habitación cerrada, sin querer saber nada de nadie y al mismo tiempo cargada de rabia porque la viesen encerrada, la paradoja de la patología. ¿Y si comía en un restaurante? "Si no podía vomitar, y no podía hacerlo fuera de casa, me irritaba. Sólo pensaba en llegar a casa para hacerlo. Y he dejado de hacer muchas cosas para echar la comida, para meterme los dedos en la boca, incluso con mi hijo estudiando en otra habitación. Durante muchas épocas vomitaba cada día, cada día". Sin conocer el alcance de lo suyo, de las consecuencias, incluso físicas, de su castigo autoinfligido. Sin ser consciente, por ejemplo, de las rampas musculares que le quedarían como secuela tras tanto vómito. "Son peligrosas porque incluso te pueden provocar un paro cardíaco". Le costó decírselo a su jefe. "No puedo más", le dijo, y no quería que nadie más lo supiese.
Baja laboral
Le concedieron la baja laboral en noviembre pasado y hasta finales de febrero asistió a las terapias del hospital de día, de lunes a viernes, de nueve de la mañana a cuatro de la tarde, con horarios al final del trayecto más espaciados, con terapias de grupo, sesiones con psicólogos, talleres, almuerzos supervisados, grupos de imagen corporal para comprobar si el espejo devuelve a la persona que es o a la que no resulta ser sino una distorsión.
Se va de la unidad vestida con nueva piel y, en apariencia sólida, segura de sí misma. ¿Tiene miedo? "Hace unos días sí lo tuve. Miedo a recaer. Siempre lo tienes, pero creo que esta vez no será así. Salgo muy bien, muy confiada, con las ideas claras, aunque no pueda dar un ‘no’ rotundo a la recaída. En la unidad me han dicho que no quieren volver a verme", bromea. Volverá, pero para visitas periódicas de control.
"Llegué enferma y lo he superado. Creo", suelta, y recuerda la respuesta de su marido cuando ella le dijo aquello de "estaréis más tranquilos sin mí". "Estaremos peor sin ti", le contestó él.
Silvia, la reservada Silvia, la incomprendida (por algunos, por muchos) Silvia, la que fuera cúmulo de ansias, la que sólo tenía "tonterías" para determinadas personas, se ha apuntado a un gimnasio y ha empezado a citarse con los amigos a los que apartaba con el desdén sombrío del trastorno. "Ellos no sabían nada. Me animan, me dicen que soy muy valiente".
Su hijo de 14 años le da vueltas a la cosa, le cuesta asumir el tormento de mamá, da largas, pero da también señales de comprensión. Y el pequeño, de 11, se deshace en cariño hacia la mami que está de vuelta. La mamá que tiene que volver al tajo, pero no descarta cambiar de aires laborales si puede, para deshacer también ese nudo gordiano del pasado de asfixias personales. "Sé que esto no es la vida real, que he vivido meses en una burbuja, pero estoy preparada", reflexiona.
Silvia vuelve, come a sus horas, come bien, come sólo para alimentarse, sin epílogos de calma supuesta y daño. Su madre le confirmó su pasividad de entonces, de cuando todo empezó con 18 años. ¿Qué podía hacer yo?, le dijo. "Llevo aquella incomprensión clavada, pero la voy olvidando". Va vomitando el rencor, ahora. Silvia ha vuelto, atravesada de luz.