Terrassa

El número 41 que llegó en patera

Aquella voluntaria de Cruz Roja le ofreció agua y, a pesar del cansancio de ocho días de salitre e incertidumbre, a Mamadou le salió decir que no, que él se llamaba Mamadou, pues Awa es un nombre femenino común en Senegal, su país. El país desde el que había zarpado en patera con hambre de sueños y al que regresó, siete después, luego de poblar su vida joven de vicisitudes, desengaños, pernoctas en la calle, sollozos, pero también de amigos y esperanzas y una firme resolución: ayudar a sus compatriotas en su pueblo. Mamadou Dia es escritor. Ha estado en Terrassa, invitado por la Associació Local d’Entitats per a la Inclusió Social. Habla castellano rayano en la perfección. Ya se lo advirtió un sabio antes de su partida: "Vas a llegar a España, aunque el viaje será muy duro. Haz una familia y muchos amigos, y aprende su idioma, habla como ellos".

Mamadou vino al mundo en un pueblo del Norte de Senegal, Gandiol, en 1983. Ya de niño se dio "a pensar en ciudades grandes, en países grandes, en otro continente". La idea de viajar se forjaba en su magín poco a poco, alentada por el deseo de descubrir "qué había por ahí, de ver otro mundo".

¿Me voy?, pensó, pero el miedo atenazaba su resolución, hasta que el goteo de senegaleses que ponían rumbo a tierras españolas se convirtió en aluvión. "En el 2006 mucha gente venía a España en cayuco. Mi miedo se fue disipando", cuenta. Quería ver y conocer, "ser uno más", pero también ayudar a la economía familiar, la motivación principal de la mayoría de senegaleses que en las últimas dos décadas han buscado mejorar su ventura en El Dorado que fue.

Los cálculos
En un cibercafé procuró información. Dakar-Tenerife, a ver, distancia. "¡Había más de 1.700 kilómetros! Hice cálculos para una embarcación con un motor de cuarenta caballos y llegué a la conclusión de que el viaje duraba más de cinco días". Se preparó, pero no podía despedirse de sus amigos: "me sentía fatal. ¿Y si perdía la vida sin despedirme?". Decidió redactar una carta a sus conocidos y anunció que, si superaba aquello, escribiría un libro para contarlo.

Este trabajador social no ha escrito un libro, sino dos.

El 11 de mayo del 2006 zarpó junto con otras 83 personas (dos, hermanos suyos) en una patera y cruzó el Atlántico camino de las Islas Canarias, creyendo divisar ya la epifanía en Europa. Ocho días de viaje, la vista en el oleaje lechoso, contando las alboradas, hasta otear tierra. El barco alcanzó las costas de La Gomera. Pronto se dijo Mamadou que se había equivocado de sitio. Nada más ver a tanta gente blanca allí, esperándoles. "¡No había ningún negro!" Tantas personas hablando raro, muy rápido, una lengua que, según se le antojó a él, "nadie podía entender".

Un número
"La policía me sorprendió. Estábamos muertos, llevábamos muchas horas sin comer ni beber. Los policías entraron en el cayuco para sacarnos. A todos nos asignaron un número. Yo era el 41. Nadie me preguntó si estaba bien, cómo me llamaba, si venía algún familiar conmigo", relata. Sí se interesó por él, cuenta, una voluntaria de Cruz Roja. Mamadou no había bebido agua en las últimas 72 horas. "Una botella era la vida", recuerda. Agua, agua. Fue la primera palabra que aprendió en castellano. "Estuve dos semanas en la isla. Nos transportaron a la península en vuelos camuflados. Las autoridades saben que los inmigrantes a los que llevan a la península y sueltan allí estarán tres años sin papeles, sin trabajo, constituyendo una amenaza", denuncia. El vuelo aterrizó en Madrid y llegó el momento del reparto. Su hermano Pape se quedó en la capital. Su hermano Adama fue a parar a Catalunya y vivió tres años en Terrassa. Mamadou dio con sus huesos en Castellón. Una semana en una casa de acogida, para después buscarse la vida.

"Te esperas de todo menos dormir en la calle y buscar comida donde fuera". Y él durmió en la calle y buscó sustento donde pudo. Pasó dos meses en Castellón y se mudó a Murcia, donde su situación vital no varió un ápice.

Se acordó de la voluntaria del agua. Quería hacer lo que ella y en un locutorio conoció a Cruz Roja Juventud y el voluntariado fue una de sus tablas de salvación. "Me ayudó a no centrarme en mi yo, a no hacerme daño". A orillar la tentación de refocilarse en sus desdichas, a olvidar poco a poco la amargura, al ayudar a otros, al escuchar el relato de una madre "que había estado toda la noche trabajando en la calle". Y aprendió español, pues, "la lengua es la llave para conocer una cultura". Él ya se soltaba en inglés, portugués y francés "y pensaba que en España se hablaba las tres lenguas. El portugués y el francés por la proximidad con Portugal y Francia. El inglés, porque creía que todo el mundo tenía estudios".

"Conozco España mejor que muchos españoles. He estado en muchas casas, en miles. Tengo muchos amigos aquí", asegura, sonriente. En el 2012 cumplió la promesa que un día hizo a sus amigos: escribir un libro, "3052".

Terapia literaria
La literatura, otra tabla de salvación. "Es una terapia que me sacó de muchos momentos duros, que me permitió crecer". La línea escrita como redención de aquel chico al que de niño machacaban por su voz atiplada y gestos finos, por su cuerpo enjuto. El primer libro va ya por la séptima edición. El segundo, "15,00", que versa sobre una agresión policial que denunció en el 2015 en Madrid, lo ha publicado este año. "Después de un año de batalla legal, he ganado el juicio", manifiesta con mueca de victoria, la de aquel convencido "de lo importante que es creer que no lo van a tener fácil contigo".

En el 2013, volvió a Senegal, donde montó una ONG, sobre todo "para mejorar la educación". Tiene una granja, cría cabras, fomenta visitas de españoles a su pueblo "para crear espacios de encuentro, pues allí también hay incomprensión hacia los de aquí", y su casa de Gandiol cuenta siempre con foráneos. Su ONG se llama Hahatay, que significa carcajada en lengua wólof.

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