Pedro Romero Guitérrez es terrassense, tiene 46 años y es camarero de profesión. Una mal día entró en lo que él mismo denomina una espiral autodestructiva de tráfico y consumo de estupefacientes que le llevó a pasar tres años y medio en la cárcel La Modelo de Bogotá (Colombia). Allí, además de luchar por su vida, tuvo tiemp0 de estudiar y escribir sobre los paramilitares y la guerrilla, apuntes que ha plasmado en el libro “Desde el infierno”, que presenta el próximo martes. Esta es su historia en tres reportajes que publicaremos hasta el jueves.
Hola buenos días, acompáñeme por favor.
– No puedo, tengo que coger un avión.
– No se preocupe por ese avión, usted no volará hoy.
Llevaba siete kilos de cocaína de gran pureza, cuatro en un doble fondo de la maleta y tres impregnados en la ropa mediante una compleja solución que aprendió a hacer años antes. Fue condenado a siete años de prisión por la incautación de dos kilos y 20 gramos -“los otros cinco no sé a dónde fueron a parar, aunque lo sup0ongo, la corrupción es algo consustancial a la sociedad colombiana”-. Él nunca alegó por la desaparición de aquellos cuatro kilos; no le convenía, la condena por posesión de siete kilos de coca se hubiese elevado a unos veinte años. Finalmente, la merma y la confesión de los hechos le permitió reducir la pena a tres años y medio.
Era el año 2010 y ese fue el principio del infierno personal que Pedro Romero Gutiérrez, un terrassense de 46 años, vivió hasta mediados de enero de 2014 en la cárcel La Modelo de Bogotá (Colombia), prisión de dureza extraordinaria y peligrosidad extrema en la que se vive lejos del mundo y bajo estrictos códigos internos al margen de cualquier norma penitenciaria que no sea la ley del más fuerte.
Superpoblación reclusa
La Modelo es un centro que está en el sector de Puente Aranda, en el centro de Bogotá, capital del país y de Cundinamarca, uno de los 32 departamentos colombianos. Fue construida en 1959 por orden del General Gustavo Rojas Pinillas. Tiene capacidad para algo menos de 3.000 reclusos, pero se hacinan más de 8.000 en sus patios y pabellones.
En torno al año 2.000 se hizo tristemente famosa por los gravísimos sucesos que se produjeron en su interior: presos de las FARC, del ELN, miembros de grupos paramilitares, narcotraficantes de rancio abolengo y delincuentes comunes de todo tipo se enzarzaron en una guerra sin cuartel en la que se utilizaron granadas, fusiles de asalto AK-47, lanzagrandas, ametralladoras M-60 y todo tipo de armas cortas, además de cuchillos y machetes de variado perfil. El conflicto se solucionó con la entrada de la Policía Nacional, que llevaba quince años sin que ninguno de sus agentes hubiese puesto un pie en el interior. Numerosos internos muertos, el pabellón de los guerrilleros en llamas y un ministro dimitido fue el balance de la crisis carcelaria. Esos son los antecedentes de un centro en el que la vida no ha mejorado mucho con respecto a aquella época.
En el ala norte, en los patios 1A, 1B, 2A, 2B, Nuevo Milenio y Alta Seguridad están internos, por lo general, los narcotraficantes, paramilitares, autodefensas y presos de atención especial. En el ala sur están los patios 3, 3A, 4 y 5 donde conviven y malviven delincuentes comunes y violadores en las más precarias condiciones. Los presos no pueden ir de un patio a otro, pero si tienen alguna cuenta pendiente con otro preso o necesitan un contacto directo por algún negocio se pueden superar las barreras que sean necesarias, siempre, por supuesto, con el consentimiento indefectible del jefe del patio, “el pluma”, un preso investido por las organizaciones internas de la autoridad para dirimir cualquier controversia o decidir sobre lo que sea, incluso sobre la vida y hacienda de cualquier interno de su feudo o de otra área de la prisión, con la connivencia de sus homólogos en los otros patios.
La historia de Pedro Romero es, aunque pueda parecer extraño, la de muchos españoles que han dado con sus huesos en cárceles sudamericanas, especialmente en Colombia y México, pero también en Turquía o el sudeste asiático. Camarero de profesión, abrió su propio negocio, El Mesón de Don Pedro, en el barrio de Sant Pere Nord después de regentar otro en Can Roca junto a un socio. Pese a ser un gran conocedor del sector no acertó en el momento. Corría el año 2007, la crisis económica empezaba a hacer estragos entre la clase media terrassense y el restaurante se vació, al menos lo suficiente como para temer impagos de la cuota de la hipoteca que tuvo que suscribir para abrirlo. Cerró, pero el problema seguía ante él ya que la garantía de aquella hipoteca era la vivienda de su madre en Can Jofresa: “Pensar que mi madre podía quedarse sin su casa me estaba volviendo loco”.
Dinero rápido y fácil
Y tomó una decisión. “Por mi trabajo he conocido a mucha gente, personas de todo tipo y opté por la salida fácil”. Pedro necesitaba dinero rápido y estableció contacto con alguien que se dedicaba al narcotráfico, entre otros “negocios”. Lo que en principio fue trapicheo para conseguir el dinero necesario para pagar la cuota de la hipoteca, se convirtió en una espiral de difícil salida. Se integró en una pequeña pero activa organización y de “mover” pequeñas cantidades pasó a operaciones de cierta envergadura. Incluso se aventuró, con permiso de su jefe, a actuar en solitario junto a un “socio”.
Pedro llegó a plantarse solo en Tijuana, probablemente la ciudad más peligrosa de América junto a Juárez, para contactar con el cártel de la zona, y negoció la compra de dos kilos de cocaína con lo que había ahorrado de sus últimas operaciones. “Lo primero que hicieron cuando llegué fue darme un arma. Compartí un par de días con ellos; me trataron muy bien”, dice sonriendo, aunque sin querer entrar en detalles. “Yo tenía mucha curiosidad. Me alojé a unos metros de la calle Independencia, un lugar indescriptible con una noche realmente peligrosa en la que un tiroteo es algo de lo más normal. Yo mismo presencié uno desde la ventana de mi hotel con fusiles de asalto y pistolas de gran calibre. No puedo olvidar algunas de las cosas que vi allí; la prostitución infantil es lo que más me impresionó, es un recuerdo que no puedo alejar de mi cabeza”.
Los beneficios que obtuviese con la venta de aquella partida de droga debían servir para una operación de mayor escala que le permitiese saldar definitivamente la deuda que atenazaba la casa de su madre y luego plantearse qué hacer con su vida. “Había entrado en una dinámica autodestructiva de tráfico y consumo; había traspasado la linea. Al menos quería salvar el único patrimonio que tenía mi madre. Sobre mí ya tomaría después una decisión”.