Nació en Terrassa en 1917 y murió con sólo 24 años en el campo de concentración de Gusen, en Austria. Entre medio queda la historia familiar de un viaje forzoso hacia Francia, las cartas escritas con
la esperanza de volver a ver a los suyos y la confirmación de una noticia tan triste como esperada
Tenía poco más de 20 años cuando un chico de apariencia frágil que vivía con su familia en el centro de Terrassa decidió partir hacia el norte. Las cosas no pintaban bien en la ciudad. El bando republicano había perdido la Guerra Civil y la sombra del exilio se cernía sobre aquellos que pensaban que el mejor futuro estaba fuera de España. Lejos de aquel oscuro país de aislamiento y represión que se adivinaba tras la contienda.
Josep Julià Bruguera, que así se llamaba aquel joven nacido el 11 de octubre de 1917, se propuso empezar una nueva vida en tierras foráneas. En parte, Josep tomó tal decisión porque su hermana Marina también se exilió junto a su marido y el padre de éste, Domingo. “Mi abuelo Domènech había ocupado diversos cargos en el Ayuntamiento de Terrassa durante la época republicana, de manera que era una persona significada en la ciudad. La familia pensó que sería mejor marcharse para evitar males mayores”, indica Mercè Armengol, sobrina de Josep Julià Bruguera.
Sin más opción que la de abandonar Terrassa, todos acabaron en el pueblecito de Castelnaudary, ubicado en el departamento galo del Aude, cerca de Toulouse. Allí, la familia tenía la intención de comenzar de nuevo en la aparente provisionalidad del exilio.
Una vez que estaba en el país situado al norte, Josep se enroló en las llamadas Compañías de Trabajadores Extranjeros, con las que los franceses pretendían convertir el alud de exiliados republicanos en mano de obra para realizar trabajos en arsenales, canteras y empresas destinadas a la defensa nacional. Josep Julià fue uno de los 50 mil republicanos que formaron parte de estos grupos, que dependían de las unidades del ejército galo.
Los franceses aprovecharon el trabajo de los miles de españoles con la idea de prepararse para una guerra contra la Alemania hitleriana que se auguraba próxima en el tiempo. “Mientras estaba en las Compañías de Trabajadores Extranjeros, mi tío se puso enfermo. No es que fuera nada grave, pero le dieron permiso para que pasara unos días con su familia en Castelnaudary y de esta manera se recuperara”, explica Mercè.
De aquellas jornadas de reposo en el pueblo, Domingo Armengol -padre de Marina, hermana de Josep Julià- recordaba en sus memorias: “Rebem la visita d’en Josep Julià i Bruguera, germà de la Marina […] Trobant-se molt malalt, obtingué un permís per passar uns dies entre nosaltres”. Y sigue: “Ens pocs dies es posà molt bé, inclús jugà algún partit de futbol amb l’equip de Castelnaudary. Eren bons amics amb l’Albert. Sempre estaven jugant”. Albert era el bebé de Marina. Había nacido en el exilio.
A pesar de que los familiares de Josep Julià hicieron todo lo posible para que el joven -“que era considerat com a soldat francés”, indicaba Domingo- se quedara con ellos, ya que la invasión alemana se acercaba (“la situació de la guerra es posava cada dia més malament”, añadía), Josep tuvo que volver a su trabajo de levantar trincheras.
Pero los temores se convirtieron en reales cuando el ejército del III Reich invadió Francia en la primavera de 1940. Unos 5 mil republicanos, miembros de las Compañías de Trabajadores Extranjeros y de los Regimientos de Marcha, murieron en la conquista, según Amical de Mauthausen. Otros 10 mil cayeron en manos de la Whermacht.
Ésa fue la suerte, la mala suerte, que corrió Josep Julià. Así comunicaba el joven, en una carta que remitió a su familia el 5 de julio de 1940 desde la población gala de Baccarat -al noreste del país- que había caído preso de los nazis: “Estic bé de salut […] Vaig a donar-vos la nova, que és quelcom original, que em trobo junt amb els demés companys presoner dels alemanys des del dia 21 del passat juny […]”. Sobre el incierto futuro que podía esperarle, Josep afirmaba: “La nostra situació ningú sap quina és. És qüestió de tenir paciència i tenir sort, que jo crec que ja començo a merèixer-la”.
Por los textos que escribió a su hermana Marina sabemos que Josep fue enviado a un campo de prisioneros de guerra de los alemanes. En concreto, al “stalag” XVII A, situado en el pueblo de Kaisersteinbruch, en la actual Austria. Allí era el cautivo número 79878.
Marina y su familia recibieron misivas de Josep en febrero, marzo y abril de 1941. En la carta de este último mes, el joven egarense manifestaba sus ganas de ver al niño: “Deseo que tu pequeño Albert te siga creciendo y se haga cada día más hermoso, pero eso de crecer que lo haga despacio, pues de lo contrario cuando yo lo vea ya tendrá mi edad”. Después, la pista de Josep Julià se pierde en el tiempo. De nada sirvieron los reiterados intentos de su hermana Marina de saber de él mediante constantes solicitudes de información dirigidas al Comité internacional de la Cruz Roja de Ginebra.
Josep había ingresado en el campo de exterminio de Mauthausen a fecha de 7 de abril de 1941, sólo seis días después de haber escrito la última carta en la que expresaba sus ganas de ver al pequeño Albert. “Durante la visita que había hecho a la familia con el objetivo de recuperarse de su enfermedad, mi tío se encariñó muchísimo con el niño. En casa siempre hemos pensado que, al partir de nuevo, Josep se añoró mucho y que la vuelta a la difícil rutina diaria había terminado desmoronándole”, comenta Mercè Armengol.
En julio de 1943, la familia que Josep Julià tenía en Castelnaudary, en Francia, recibió por escrito la triste noticia de que el joven había muerto en el campo de Gusen. Le trasladaron hasta allí desde Mauthausen. Sólo tenía sólo 24 años. “Siempre hemos creído que mi tío falleció en la cámara de gas”, dice Mercè. Fue el 24 de diciembre de 1941. Su hermana Marina conservó hasta la muerte -hace apenas cinco años- la foto de Josep en su cartera.