El setenta y cinco aniversario de la liberación de Auschwitz, el epicentro del mayor espanto de la humanidad, viene muy bien en estos tiempos en que por Europa vuelven a escucharse ecos que parecen recordar esos espeluznantes momentos.
José María Javierre contó en su día con pelos y señales el estremecedor martirio que en ese abyecto recinto sufrió Maximiliano Kolbe, ese gigante santificado. Como este coloso franciscano, más de un millón de biografías anónimas resultaron exterminadas por los medios más repugnantes que la mente pueda imaginar, una sofisticación de la maldad que no tiene parangón en la historia de la evolución humana. ¿Dónde estaba Dios?, se preguntó Ratzinger tras visitar sus terroríficas estancias.
Al momento de rememorar esas apocalípticas escenas, que ni el cine ha podido reflejar en su inmenso dolor, hemos sin embargo de aprovechar también para traer a la memoria que existieron otros nauseabundos episodios protagonizados por ideologías radicalmente contrarias al nazismo, pero unidas por el mismo extremismo.
En el bosque de Katyn o en la aldea de Médnoye, por ejemplo, los comunistas masacraron a miles de víctimas, tras hacerlas prisioneras, apalearlas, asesinarlas vilmente y amontonarlas como carne magra en hediondas fosas comunes. Incluso los judíos fueron responsables indirectos de la matanza de los campos de refugiados de Sabrá y Chatila, en que perecieron cientos de familias enteras bajo ese fuego que siempre carga el odio.
La enseñanza que estos sucesos nos debe proporcionar es clara: nunca es camino adecuado el fanatismo, sea del signo que sea. Y otra más: que solamente en los climas templados pueden brotar buenos frutos, y eso es predicable de la política igual que de la agricultura.