Opinió

Sentido de urgencia y necesidad de cambio

Los tiempos actuales nos exigen actuaciones concretas. Tenemos señales claras que nos indican un sentido de urgencia y obligación de cambio. La violencia y las violaciones no pueden campear a sus anchas como si no sucediese nada. A propósito, un dato recientísimo: el Fondo de la ONU para la Infancia acaba de informar que más de 1,9 millones de niños han sido forzados a abandonar la escuela debido a una ola de ataques y amenazas contra las instituciones educativas en los países de la región central y occidental de África.

Por otra parte, aún tenemos sistemas esclavistas que urge desmantelar. Ciertamente, tampoco es cuestión de activar en el mundo los enfrentamientos, pero sí de proceder de otro modo y de manera contundente, para que se respeten los derechos y obligaciones de todos los moradores del planeta. Además de que la fragmentación entre humanos no favorezca a nadie en un mundo globalizado como el nuestro, la pasividad aún menos, es menester resolver las diferencias, y no hay otra que el diálogo, para abordar las preocupaciones legítimas de toda la ciudadanía.

Sea como fuere, no podemos continuar con este estrés inhumano que generan los conflictos por doquier en parte del globo terráqueo, necesitamos impulsar otras concordias más justas, que nos reconcilien y no alienten a la contra natura, al racismo permanente y a la discriminación contra determinadas personas. Los pueblos, los estados, el mundo en su conjunto han de cooperar entre sí, modelando nuevas implicaciones solidarias y un ético humanismo. Lo significativo no es escapar de esta mortecina realidad, sino batallar porque esa conexión de encuentros nos hermane y podamos habitar en paz en ese hogar común, sin tantas fronteras ni frentes, sin esa multitud de despropósitos que nos dejan sin alma y, por ende, sin el disfrute de la verdadera alegría, la de sentirse amado y la de poder amar. ¡Amémonos!

Lo más urgente quizás sea el interrogatorio de cada cual consigo mismo -¿qué haces por tus análogos?-, porque el fin, lo esencial, es empezar reconociéndose parte de esa ciudadanía globalizada, que requiere de la consideración y del afecto de toda la humanidad. Un mundo dividido es algo diabólico. Nos precisamos como parte de ese todo que ha de contribuir a que lo armónico prevalezca en cada viviente, incluso en las noches más oscuras que tengamos.

Naturalmente, la situación que vivimos nos exige mucho valor, puesto que esta liturgia mundana está en efecto enferma, ante tanto manantial de falsedades e intereses mezquinos. Por desgracia, en esta sociedad tecnológica del conocimiento, privilegio de algunos, hay mucho corazón encerrado, esclavo de los poderosos, que dificulta esa llamada a caminar unidos. No se puede proteger lo que está mal, y el apego a los particularismos de cada cultura ha de universalizarse y confluir en horizontes abiertos, con mansedumbre y docilidad. En consecuencia, hemos de pensar que, si importante es erradicar las injusticias sociales heredadas de la historia, también es fundamental reforzar acciones y medidas personales que nos obliguen a salir de nuestro propio egoísmo.

En ese desinterés por nuestros semejantes, lo que hay en el fondo es una falta de humanidad, de compasión, de desinterés, que, sumada a una escasa voluntad social y política, se hace verdaderamente cruel la vida para algunos. Por eso es vital el esfuerzo asambleario de la comunidad, sabiendo que este drama social de indiferencia es propio de las piedras, pero no de los humanos que llevan una conciencia inherente consigo. ¡Escuchémonos!

Quizás en ese cambio, la escucha, dejando hablar al corazón, sea lo más esencial, al menos para forjar alianzas mundiales y contrarrestar falsos relatos vertidos. Cuidado con aquellos que nos halagan los oídos. Lo prioritario, sin duda, está en esa valentía de tomar la palabra y aunque duela sembrarla de verdad, también esto requiere de otro coraje, el saber aguzar el oído ante otras dicciones y tener la fuerza de rectificar si fuese menester hacerlo. Lo difícil muchas veces está en saber callar cuando no tiene uno nada que aportar, y reconocer que un torpe lenguaje activado puede conducirnos a incrementar tensiones inútiles que no conducen a buen puerto. Por esta razón, la corrección de actitudes es imprescindible en nuestro momento presente. Una transformación de mente y ánimo no excluyente es culminante, sobre todo para el bienestar de las generaciones venideras. La tarea a la que nos debemos enfrentar, con cierta urgencia, no es fácil, pero es sumamente apasionante, un cambio de estilo en nuestra manera de concebir el mundo, de relacionarnos, lo que requiere una entrega generosa entre todos los moradores, en la que nadie se sienta abandonado, sino amparado por toda la humanidad, lo que demanda sin duda de una visión ética muy diferente a nuestro estilo competitivo de vida actual, en el que prolifera el excesivo individualismo, consumismo y derroche.

De ahí la necesidad de otros líderes, más poéticos que políticos, más místicos que religiosos, más de la pobreza que de la riqueza, que son los que verdaderamente nos van a llevar a encontrar nuevos espacios de convivencia para una humanidad que tiene que fraternizarse en el amor y por amor. Al fin y al cabo, ¡amar es vivirse y rehacerse cada día en los demás! No lo olvidemos nunca.

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