Por más muestras de desquiciamiento y frivolidad que nos ofrezcan a diario algunos de nuestros políticos, la sociedad española en su conjunto, y por supuesto multitud de ciudadanos anónimos que son quienes la conforman, da abundantes muestras de sensatez y madurez que en momentos complicados como los que vivimos pueden contribuir a congraciarnos con el mundo que nos rodea.
La perfecta asimilación de cambios sociológicos profundos como el matrimonio homosexual o la reciente movilización masiva en el día de la mujer, impensables hace unas décadas -y que han servido de ejemplos para otros países a los que en muchos aspectos solíamos mirar con envidia- son sólo una muestra de que la sociedad española evoluciona y, en general, para bien.
El fenómeno de la donación de órganos y su relación con la forma de morir son también un buen ejemplo sobre el que merece la pena reflexionar. De entrada, el mero hecho del liderazgo mundial ininterrumpido de España en materia de donación de órganos durante 26 años (y los muchos más que lo seguiremos siendo) es ya de por sí una muestra de madurez y salud mental, pues pocas cosas pueden ser más saludables que liderar este ranking de generosidad y solidaridad. Pero, además, la forma cómo se afrontan esos momentos finales de la vida, previos a la donación de órganos, y su evolución en el tiempo son otro ejemplo a valorar.
Tradicionalmente, aquellas poblaciones de religión predominante católica, como las de los países latinos, solían afrontar los momentos finales con una filosofía prioritaria: mantener la vida a toda costa.
La frase "mientras hay vida hay esperanza" definía perfectamente hace unas décadas el sentir de los enfermos graves o mejor de sus familiares en nuestro país y los culturalmente afines, a diferencia de lo que venía ocurriendo desde hace tiempo en países predominantemente protestantes del centro y norte de Europa en que lo que médicamente se conoce como Limitación de la Terapia de Soporte Vital (LTSV), es decir, la suspensión de cualquier tipo de tratamiento que prolongue innecesariamente la agonía del enfermo cuando la expectativa de recuperación es muy baja o nula, venía siendo la norma. Estos conceptos no son impresiones o simples tópicos. A finales del pasado siglo, médicos intensivistas de 17 países europeos se ponían de acuerdo para analizar las distintas prácticas al final de la vida en las unidades de vigilancia intensiva. El "Estudio ETHICUS", publicado en 2003 con datos del periodo 1999-2000, puso de manifiesto que, mientras en los países nórdicos e islas británicas casi la mitad de los pacientes fallecidos en UVI (47,4%) lo hacían tras una LTSV, este porcentaje bajaba al 33,8 % en el centro de Europa y era tan sólo del 17,9% en los países mediterráneos, entre ellos España: un claro gradiente norte-sur que apuntaba a diferencias culturales y religiosas tanto de los médicos como de enfermos y familiares condicionantes de la forma de morir.
Pues bien, en 2009 sólo una década después, un nuevo estudio colaborativo de la SEMICYUC (Sociedad Española de Medicina Intensiva y Unidades Coronarias) en diversas comunidades autónomas españolas mostró que el porcentaje de enfermos que fallecían en España tras una limitación terapéutica había subido hasta el 54,8%, es decir, a niveles escandinavos, y seguro que esta cifra habrá seguido en ascenso hasta la actualidad como probablemente pondrá de manifiesto una nueva edición del "Estudio ETHICUS" actualmente en preparación.
Estos datos y la opinión mayoritaria de los intensivistas, que hoy día suponen el 87% de los coordinadores de trasplante en nuestro país, nos indujo a introducir una modalidad de donación que hasta hace sólo una década era casi patrimonio de países anglosajones: la donación a corazón parado del tipo "controlado" (DCD-III en la nomenclatura médica en inglés).
Es una situación que no voy a describir aquí pero que de facto supone que, sin llegar a la muerte cerebral que define la donación de órganos clásica, y cuando ya no hay ninguna esperanza de salvación del enfermo, se lleva a cabo una retirada de la ventilación artificial y demás medidas de soporte tras la consiguiente aceptación de la familia o del propio paciente en vida. Algo muy difícil de plantear hace unas décadas e inabordable aún en muchos países del mundo, Europa incluida por motivos culturales. Una decisión mancomunada con las CCAA en 2008, un estudio piloto realizado en Vitoria en 2009-10 bajo la supervisión del Servicio Vasco de Salud y la ONT, un proceso de consenso con todos los profesionales involucrados en 2010-2011, una modificación normativa en 2012 que no supuso la más mínima controversia y una diseminación por toda España con entrenamiento intensivo de equipos durante los últimos años han hecho que hayamos llegado a 2018 con 91 hospitales donde este tipo de donación ha sido incorporada a la rutina diaria. Los ciudadanos la han aceptado masivamente con toda naturalidad, incluso con un porcentaje de negativas familiares de menos de la mitad que la donación clásica en muerte cerebral (6,5% vs 15%). Las cifras hablan por sí solas: de los 2.183 donantes habidos en 2017, nada menos que 573 (26%) eran a corazón parado y de ellos más del 80% correspondían a este tipo. Algo que hace una década simplemente no existía representa hoy uno de cada cuatro donantes y la causa principal de que sigamos batiendo récords de generosidad y vidas salvadas y que también en ese tipo de donación seamos ya los primeros del mundo por encima de países como EE.UU., Reino Unido, Australia u Holanda, que nos llevaban una holgada delantera. Una sociedad madura y un sistema de trasplantes tremendamente sólido. Unas gotas de optimismo y muchas vidas salvadas.
* El autor es fundador de la Organización Nacional de Trasplantes