En diciembre se cumplen 40 años de la aprobación en referéndum del texto constitucional de 1978. Ciutadans llevó al pleno de octubre una propuesta para celebrar esta efeméride en Terrassa, pero desgraciadamente la iniciativa fue rechazada por los grupos independentistas, con el siempre solícito apoyo de Terrassa en Comú (TeC). La propuesta incluía, además, dedicar una calle a Jordi Solé Tura, el que fue ponente constitucional en nombre del PSUC-PCE.
En estos días en que malmeter de la Constitución se ha puesto de moda, conviene recordar el porqué de su importancia. A diferencia de las constituciones del siglo XIX, hechas por los liberales contra los conservadores y por los conservadores contra los liberales, la Constitución de 1978 fue redactada por siete ponentes surgidos de las primeras elecciones democráticas tras la dictadura. Estos siete ponentes representaban a cinco partidos (UCD, PSOE, PCE, AP y Minoría Catalana) y sus trabajos dieron pie a un texto que fue votado el 6 de diciembre de 1978 y que obtuvo el 88% de votos favorables en toda España y el 90% en Catalunya, con una participación del 67%.
¿Qué pretendía la Constitución? Sobre todo evitar los errores del pasado: frente al rodillo que laminaba a los adversarios, un texto de consenso; frente al revanchismo y el ajuste de cuentas, la reconciliación y el encuentro. El resultado final no fue un "régimen", sino un diseño institucional que los partidos tenían y tienen la obligación de desplegar y desarrollar. El régimen, si me apuran, no es otro que el del artículo 1: "España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado".
¿Significa lo anterior que la Constitución es un texto inmutable? No, por supuesto. Todos los textos políticos pueden y deben ser mejorados. Algunos ejemplos: el Senado, a fecha de hoy, es una cámara irrelevante que debería convertirse en cámara de representación territorial. También el Título VIII, referido a las autonomías, debe actualizarse para clarificar las competencias autonómicas y las generales, y, también, para evaluar los sistemas de financiación y su impacto sobre el bienestar territorial.
Acometer la reforma es necesario y, desde luego, sería deseable alcanzar el mismo nivel de consenso que entonces. Por eso toda reforma tiene que tener un objetivo claro: qué se quiere reformar y por qué. Preservar lo que funciona y cambiar lo que el tiempo ha dejado obsoleto o, simplemente, no aparecía recogido en el texto, por ejemplo, la pertenencia de España a la Unión Europea.
Que el pleno del Ayuntamiento se negase a celebrar esta efeméride sólo se entiende desde la voluntad de los partidos independentistas de rechazar un marco de convivencia para todos los españoles basado en la libertad, la igualdad y la solidaridad. Y es que quien ha fracturado la convivencia en Catalunya nunca tendrá interés en reformar la Constitución, sino en dinamitarla.
Pero los independentistas no estuvieron solos: los comunes, como de costumbre, también se situaron a su lado. Y es que Terrassa en Comú nunca pierde la oportunidad de perder una oportunidad.
El independentismo tiene en los comunes unos compañeros de viaje inmejorables, siempre dispuestos a celebrar el 1-O; a guillotinar en efigie a Felipe VI; a reivindicar la libertad de los golpistas que proclamaron -por la cara- la independencia, o a negarse a conmemorar los 40 años del texto que ha garantizado el período más largo de paz y prosperidad de la historia de España. ¿Por qué lo hicieron?, se preguntará alguien. Pues por lo que alguna vez el portavoz de TeC ha dicho en el pleno: "Cal acabar amb el règim decrèpit del 78". Pura arrogancia y postureo. Y es que, mientras ninguno de estos políticos revenidos que tenemos en el pleno haya logrado méritos equiparables a los de los ponentes constitucionales, lo mejor que pueden hacer es cultivar la humildad.
No hay un "régimen del 78", porque lo que salió fue un diseño institucional cuyo desarrollo corresponde a los partidos. Confundir el hardware con el software democrático es una confusión malintencionada. Proponer reformas está al alcance de los partidos y lograr consensos requiere generosidad.
El cainismo es una cosa muy española que consiste en despreciar el consenso y preferir una forma de hacer política basada en el conflicto. Contra esto se levantó la Constitución de 1978. Y la prueba de su éxito radica en que la Transición española, en su conjunto, ha sido desde entonces un caso de éxito, usado como pauta en otros países que han tenido que superar el difícil tránsito de una dictadura a una democracia. Por si fuera poco, sus más inicuos antagonistas, amparándose en el Art. 19 referido a la libertad de expresión, gozan de plena libertad para calumniar la Constitución, a sus protagonistas y al jefe del Estado. Paradojas que no quieren ver.
Porque podemos sentirnos orgullosos de vivir en la España constitucional de 1978 y porque sólo desde la frivolidad podemos lamentarlo, queremos que Terrassa se sume a esta celebración.
* El autor es concejal del Grupo Municipal de Ciutadans (Cs) en el Ayuntamiento de Terrassa