Hay quien dice que en las últimas décadas se está dando un salto cualitativo y cuantitativo del espacio público-público al espacio público-político. La calle se ha convertido en el lugar en el que a través de momentos de excepcionalidad se construye un imaginario, o como decía Gil Calvo en un interesante artículo, en el que se refería a Jefrrey Alexander y su giro performativo, una nueva realidad social a partir de la catarsis creada por la ocupación escénica del espacio público. Para ello, continúa, es e necesario despertar el interés de los medios mediante la suspensión extraordinaria del orden cotidiano habitual, pues solo así se logra convertir en acontecimiento histórico lo que sin el refrendo mediático resultaría un acto privado y ficticio. Según Judith Buttler, no hay más realidad que la actuada.
Las formas son múltiples y fácilmente identificables, desde la grandes manifestaciones, acampadas o protestas multitudinarias hasta la más anónima instalación de lazos o cruces amarillas. Son precisamente esas últimas iniciativas de expresión de solidaridad con los presos del procés y de protesta por su situación personal las que están abriendo nuevamente el debate, como ocurrió el jueves en el pleno municipal, sobre los límites de la libertad de expresión en relación a la ocupación del espacio público.
Instalar un lazo amarillo debe entenderse como un acto de libertad de expresión, pero retirarlo o romper unas cruces amarillas, como ocurrió ayer en la rambla d’Ègara, ¿debe entenderse también como un acto de libertad de expresión o como una agresión? ¿El ejercicio invasivo de la libertad de expresión debe entenderse como un acto de libertad o como una provocación? Clavar cruces en las playas puede perturbar el normal desarrollo de la cotidianidad en el espacio público, pero no lo perturban de igual manera las cruces colgadas en los árboles.
El debate es interesante siempre que se todo se desarrolle dentro de los límites de la radicalidad cívica y que aceptemos de igual forma un lazo amarillo que una bandera española. El problema es que la utilización de esos símbolos vaya más allá de la mera expresión libre, se conviertan en arma y el espacio público, que debe ser el lugar de intercambio social, el epicentro de la acción política entendida en su sentido más amplio, se torne campo de batalla. Eso es precisamente lo que entre todos debemos evitar.