Opinió

Nuevo mandato de Putin: continuidad y estancamiento

Tras su toma de posesión el pasado 7 de mayo, para un nuevo mandato presidencial de seis años, las primeras medidas de Putin ya ofrecen algunas indicaciones de cuál va a ser la tónica general de esta etapa.

La prioridad absoluta del presidente ruso sigue siendo neutralizar cualquier movimiento social de oposición, así como preservar su control del aparato del Estado. Así lo demuestra la composición del nuevo gobierno: la mayoría de los ministros sigue en el mismo cargo, incluyendo los puestos clave relacionados con la seguridad (como Defensa, Asuntos Exteriores o Interior), que dependen directamente del presidente.

También continúa el primer ministro, Dmitri Medvedev, pese a que la mayoría de los rusos (57 %) desaprueba su gestión, según las últimas encuestas del centro independiente Levada. El motivo está en el delicado momento político en el que se encuentra Rusia: a menos que se reforme la Constitución, éste será el último mandato de Putin, pero aún no se ha elegido un sucesor.

Posiblemente el primer ministro sea relevado a mitad de legislatura (coincidiendo con las elecciones parlamentarias de 2021), para sustituirlo por la persona que se vaya a presentar a las presidenciales de 2024.

El candidato oficialista ejercería así como jefe de gabinete durante dos o tres años; tiempo suficiente para darlo a conocer a la opinión pública, aprovechando el control de las televisiones de ámbito nacional por parte del Kremlin.

La actitud que dejan traslucir estas maniobras es de cautela y pesimismo. Aunque Putin sigue recibiendo el apoyo de una abrumadora mayoría de los rusos (82 %), no hay que olvidar tampoco que lleva más de dieciocho años en el poder.

Existe una indudable sensación de estancamiento, que no se ha traducido en el surgimiento de una alternativa por dos motivos: la represión gubernamental contra los candidatos anti-Putin, como el conocido activista Alexei Navalni, y la desunión de las fuerzas opositoras. Pese a que la oposición liberal sea una minoría en el conjunto del país, el hartazgo hacia fenómenos como la corrupción o los abusos de poder está mucho más extendido; lo que puede dar lugar a nuevas oleadas de protestas en los próximos años.

En este panorama, la política exterior ha sido un verdadero salvavidas para el Kremlin. Putin ha utilizado su imagen de "líder fuerte" ante Occidente para movilizar a sus votantes, distrayendo así a la población de sus escasos avances en política interna: por ejemplo, su respuesta al Euromaidán en Ucrania (en especial, la anexión de Crimea) le hizo subir casi veinte puntos en sus índices de popularidad.

Parte de este apoyo podría atribuirse a la propaganda gubernamental, pero es innegable que el nacionalismo conservador de Putin conecta realmente con los sentimientos de la mayoría de la sociedad rusa.

Sin embargo, el aislamiento internacional que ha experimentado Rusia difícilmente compensa esos réditos a corto plazo. Aunque el impacto directo de las sanciones ha sido limitado, la economía rusa se encuentra en un periodo de desaceleración, y antes o después deberá normalizar sus relaciones con la Unión Europea si desea mantener sus exportaciones.

China parecería a simple vista ofrecer una alternativa geopolítica a Moscú, ya que Pekín difícilmente va a criticar las carencias democráticas o las violaciones de derechos humanos en Rusia, como sí hacen sus vecinos occidentales. Pero la relación ruso-china es demasiado desigual como para cubrir las expectativas del Kremlin: el temor a convertirse en un mero satélite de una potencia en auge está muy presente entre las élites rusas.

En cuanto a las relaciones con Estados Unidos, las previsiones de una "luna de miel" entre ambos líderes no se han cumplido. Trump ha abandonado el aislacionismo de sus comienzos, para adoptar una estrategia imprudente y crecientemente agresiva en política exterior, aconsejado por neocons como John Bolton.

La retórica de las amenazas empleada con Siria, Irán o Corea del Norte no encaja en absoluto con los deseos de Moscú, radicalmente contraria (por sus propios intereses) a cualquier intervencionismo militar estadounidense. Ambas potencias se encuentran en un rumbo de colisión no muy diferente de la etapa anterior, aunque sea por diferentes motivos.

¿Qué puede esperarse, entonces, de este nuevo mandato de Putin? La estrategia más racional para Moscú sería abandonar la imagen de hostilidad y expansionismo que se ha labrado con sus decisiones de los últimos años; la cual ha reforzado los recelos hacia Rusia entre las demás sociedades europeas, resucitando los viejos clichés de la Guerra Fría. Sin embargo, el presidente ruso parece priorizar sus intereses electoralistas frente a cualquier otra consideración: mientras la opinión pública siga apoyando sus intervenciones en el exterior, es difícil que se resista a la tentación de mantener la misma línea.

No obstante, los recursos con los que cuenta el Kremlin para sostener estas ambiciones son limitados. Aunque la nostalgia del imperio siga presente, Rusia ya no es la URSS, ni puede imponer hoy su hegemonía sobre una Europa Oriental (empezando por la propia Ucrania) que tiene como principal referente a la Unión Europea. Encontrar un equilibrio entre objetivos y capacidades, entre la realidad y el deseo, será el verdadero desafío para Putin en esta etapa final de su presidencia.

* El autor es profesor de la Universidad Europea de Madrid (servicio de firmas de la Agencia Efe)

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