Opinió

La divina providencia II. Creencias e instituciones

La dureza de mi escrito del pasado día 21 de abril, y la rabia mal contenida de cuantos queremos a la familia Martínez, hicieron que el artículo tuviera más eco y más respuestas de las que cabía esperar.

Eso me ha animado a tratar con mayor profundidad algunos temas sobre los que pasaba de puntillas -la primera parte trataba básicamente de dudas y vacilaciones en situaciones límite- y que creo son dignos de un análisis más concienzudo.

Hablaba de la imposibilidad de que la Iglesia actual consiga "llegar" con sus mensajes actuales a la mayoría de nuestra juventud. Han sido demasiados años en los que la Iglesia ha sido incapaz de conectar con esa juventud, que en su mayoría ha terminado viviendo en un mundo sin creencias y, en muchas ocasiones, queriendo ignorar las mínimas normas cívicas, éticas y morales, necesarias y más urgentes que las de pertenecer a una religión u otra y creer en dogmas y misterios, por lo menos si queremos tener un mundo habitable.

Es imposible encontrar otro país europeo con ese "plan de vida" de buena parte de la juventud, sin que, además, las autoridades hayan hecho nada por encauzar mínimamente el problema.

Más bien ha sido buena parte de nuestro mundo político el que, aprovechando ese distanciamiento entre Iglesia y juventud, ha influido perversamente en la enseñanza, y ha permitido, cuando no fomentado, normas, costumbres y vicios libertinos, no conocidos en ningún otro país europeo. No es extraño ese turismo cada vez más cuantioso que nos visita exclusivamente para organizar juergas que en el suyo no les son permitidas.

Por otra parte, la historia está demasiado plagada de hechos que no ayudan a prestigiar a la Iglesia como institución. Hoy en día, sigue teniendo temas tabú incomprensibles como la discriminación de la mujer, a pesar de lo cual poco se habla de ello; el celibato, que incentiva la proliferación de otros problemas y que resulta difícil de conciliar con la constante pretensión de ejercer de consejeros familiares; su apego al mundo de la política, unido a su inclinación a intervenir en ella…

No somos pocos los sorprendidos por esa constante carrera para que papas, obispos y otras personalidades importantes sean beatificados con rapidez, haciendo que nuestro santoral luzca excesivo porcentaje de ellos.

En cambio, somos muchos los que admiramos y veneramos santos que, sin ser nadie, fueron constante ejemplo de vida y obras en las que nos es más fácil creer, quizás por la ausencia de misterios.

Qué difícil resulta para muchas personas que hacen el bien toda su vida ser conocidas y menos aún reconocidas, terminando sus días en el más absoluto anonimato.

Bajo mi particular punto de vista, son muy pocos los integrantes de la Iglesia capaces de sintonizar ni siquiera con las personas mayores, que han ido casi toda su vida a las iglesias, más por cumplir con los preceptos que por sentirse practicantes convencidos, clientela que, se nota en las iglesias, se va agotando.

Sin embargo, los modernos medios de comunicación podrían lograr verdaderos milagros. Quizás porque son pocos los capaces de "llegar" al público de hoy en día, me impactó oír un domingo a Mn. Carles Cahuana, por pura casualidad, y casi sin proponerme prestarle atención, no pude alejar mi oído hasta terminar la misa. No son pocos los domingos que espero, con TVE en catalán conectada, a las 10.30, para oír su acertado y actualizado predicar, emitido siempre desde Sant Cugat, donde ejerce de párroco.

Su audiencia va en constante crecimiento y ya le llaman "la misa de los que no van a misa". El padre Cahuana es de los que no sólo apetecen escucharle, sino con los que se tendría la tentación de dialogar abiertamente durante largos ratos.

Con los medios de hoy en día, pueden hacer más labor media docena de Cahuanas que todo el equipo que podríamos calificar de desfasado, si nos atenemos a las necesidades y posibilidades de los tiempos que corren. Es lógico que tenga más clara la vocación quien decide escoger ese camino cuando, ya mayor de edad, ha estudiado una carrera universitaria, como es el caso, que quienes, en aquellos tiempos, entraban en el seminario a los once años, siendo muy mal vistos socialmente los que, alrededor de los veinte, veían claramente que aquello no iba con ellos.

Habría otra vía que tiene la obligación de colaborar en esa labor edificante, pero teniendo en cuenta que requeriría la unión de voluntades de familias, colegios y organismos políticos, es labor que, si ya fue imposible en el pasado, las previsiones electorales futuras no permiten abrigar esperanza alguna. Sea como sea, al margen de creencias religiosas, que además cada vez son más variadas, no se puede seguir más tiempo con esa parte de la juventud que da la espalda a toda norma cívica, moral y ética, que no ve ninguna esperanza de futuro y que, además, ha vivido tantos años bajo el ejemplo de una corrupción generalizada.

O se consigue enmendar el camino, o nuestra sociedad se adentrará con rapidez en esta especie de selva que ya enseña las orejas.

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