Tras cinco largos años, no sólo de haber sido privado de la movilidad necesaria para, olvidándome de que estaba en edad de jubilación, seguir con las variadas actividades que me apasionaban, es difícil no meditar sobre si personalmente uno puede ser merecedor de tal castigo divino. Aunque la vida de cualquier persona contenga algunas líneas torcidas, si se está convencido de haber hecho bastantes cosas altruistamente, con resultados dignos de sentirse satisfecho en lo más íntimo de su ser, es lógico que medite sobre el porqué de que ese Dios que nos dijeron ser justo y misericordioso ha sido tan duro con uno mismo, hasta el punto, no sólo de privarnos de cuanto nos proporcionaba satisfacción únicamente personal, sino de seguir realizando obras que beneficiasen a terceras personas.
Resultando duro lo personalmente vivido, se queda muy enchiquecido cuando se convive durante mucho tiempo con cientos de personas, con vivencias similares, y también mucho peores, en un centro de rehabilitación multitudinario.
Salta por los aires el mínimo atisbo de creencia en esa justicia divina, cuando en el mismo centro ves aparecer criaturas de cortísima edad con tal cúmulo de problemas de nacimiento que hace imposible creer en una mínima recuperación, por mucho que sus padres sean movidos por tantas dosis de cariño como de esperanza.
Esta semana hemos vivido un caso de ésos en los que es difícil creer en ese Dios misericordioso, para que una familia de buenas gentes pueda ver cómo, en trágicos y distintos accidentes, distantes en el tiempo, ven cómo les arranca la vida de los tres hijos que trajeron al mundo, precisamente en Terrassa. ¿Cómo es posible que pueda ensañarse esa “divina providencia” con unos padres buenos, que durante un tiempo se sintieron tan felices y satisfechos, rodeados de sus tres vástagos?
Hay casos en los que la búsqueda del consuelo espiritual se puede volver en contra del ser humano, y no ayuda mucho el comportamiento histórico y reciente de buena parte de la institución eclesial, incapaz por otra parte de amoldarse a los nuevos tiempos y llevar a cabo la tan necesaria labor moralizante y orientadora de buena parte de esa juventud actual, que tienen pocos motivos para creer ni siquiera en su futuro terrenal.
Llevamos demasiados años viendo có-mo se les desorienta mediante una nefasta enseñanza y bastardos intereses políticos, y con los que se sigue sin encauzarlos éticamente, ayudándoles desde pequeños a distinguir el bien del mal, en vez de inculcarles aviesas ideas políticas o a hablarles de misterios, con los que será difícil atraer hoy en día ni a los más propensos a “creer”.
La sociedad entera -familias, colegios, políticos y esa Iglesia hoy tan deteriorada y necesitada de nuevas vocaciones- deberían coordinarse y empezar a llevar a cabo una labor de moralización, inculcándoles además normas de urbanidad, que se me antojan más necesarias, urgentes y posibilistas que el misticismo tradicional de nuestra Iglesia. Sé de sobras que todo ello es tan imposible como aberrante y rayano en lo delictivo.
Y, por desgracia, todo esto último no cabe suponer que evite ni haga más llevaderas las situaciones dramáticas que antes relataba, pero podría ayudar a mejorar nuestra sociedad y a que nuestros jóvenes “toquen más de pies en tierra”, algo tan necesario y urgente para superar las mayores adversidades de ese pasotismo total, o el creer o revelarse contra Dios cuando nos aprieta hasta casi ahogarnos.