Hasta que no supe que era técnicamente imposible yo juraba que había visto los Reyes Magos con sus camellos en el comedor de la primera casa donde viví. En mi memoria yo estaba escondida detrás del sofá y los veía poner los regalos que al día siguiente abría con mi hermana. Creo que esa mañana fue cuando ella me amenazó diciéndome que iría al infierno por decir mentiras, que eso era pecado, y todo porque le contaba -presumía un poco, es cierto- que yo había visto a Sus Majestades dejando los juguetes, y que ya sabía cuáles eran los suyos. Insisto, no fue hasta que supe que los Reyes sólo existen en países anacrónicos y que precisamente los de Oriente no van en camellos, sino en coches de lujo, yates y jets privados, cuando tuve que replantearme mi falso recuerdo.
Por suerte tengo otros recuerdos navideños que sí son fieles a la realidad y que todavía me provocan ternura, como las maratones de televisión las tardes previas a la cena de Nochebuena y Nochevieja, mientras mi madre movía los muebles para hacer más espacioso el salón que tenía que acoger a abuelos, tíos y primos. Durante esos días siempre retransmitían películas americanas sensibleras y ambientadas en un mundo de casas grandes, acogedoras, hiperdecoradas de Navidad. Admitámoslo, sí, películas malas que me siguen fascinando aunque las tenga que ver sola porque mi marido es incapaz de consentir la falsedad que transmiten y les quita toda la magia con sus comentarios. En cualquier caso, yo sé que, por un lado, él se burla de mi inocencia, pero por el otro le complace verme feliz por nada y hasta canta conmigo “Rudolph The Rednosed Reindeer”.
Me considero afortunada porque soy mayor y me sigue gustando la Navidad. Cuando me encuentro a alguien que me dice que la detesta, me apiado de él, me parece como si al pobre le hubieran amputado la capacidad de apreciar las cosas bonitas. Aunque los turrones, las neulas, los galets, las postales, el olor a chimenea por las calles, las figuras del belén en la Fira de Santa Llúcia, el escaparate del Paloma y el trenecito que recorre el centro de Terrassa no solucionen los problemas del mundo, aunque nada de eso parezca que sirva de mucho, aun así, pienso que es muy saludable que, ateos y anticonsumistas incluidos, disfrutemos de todo ello.
Eso sí, yo me niego a que mi madre use mi calcetín de toda la vida para poner chucherías (o carbón) a mis sobrinas. Lo siento moninas, esa media de lana es mía y yo todavía tengo edad para comer monedas, paraguas y champán de chocolate. ¡Si es que yo todavía estoy nerviosa la víspera de Navidad! ¡Si es que yo todavía madrugo el 25! Pero, sobre todo, yo me niego a estar triste en Navidad, incluso aunque este año no me traigan lo que llevo pidiendo desde hace cuatro, incluso así, de veras, porque tendría que ser muy ciega para no ver que lo más importante ya lo tengo.
¡Feliz Navidad!
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