Opinió

El optimismo del ateo

Los ateos con experiencia ya deben haber aprendido. Yo, que todavía soy novata, estoy en ello. Cuando uno es religioso suele estar a salvo del pesimismo, es natural si se supone que tu dios no querría hacerte daño, incluso aunque a veces lo parezca, claro que eso es sólo -dicen los que entienden- porque el fiel no comprende los designios del todopoderoso. Así, los creyentes pueden ir despreocupadamente tranquilos por la vida, al fin y al cabo, son hijos del eterno y su progenitor sólo quiere lo mejor para ellos. Yo que ahora soy huérfana de padre celestial, he tenido que hacerme cargo de mí misma a contrarreloj, eso sí, siempre rodeada de familiares de carne y hueso que me apoyan.

Mi vida a.D. (antes de Dawkins) también era bastante ingenua y eso, no se crean, lo echo un poco de menos. Ante los peores momentos desplegaba una calma tan confiada como ilusa que me ayudaba a pensar que las cosas saldrían bien. No había nada en el horizonte que pudiera garantizarme el éxito, ninguna señal que permitiera la esperanza incondicional, y aun así con la fe me sobraban los motivos. Era alentador disponer de ese optimismo que tanto valía para convencerme de que era merecedora de lo que me proponía, como de que habría algo mejor esperándome si no lo lograba. Nunca perdía, ni cuando fracasaba, aunque, como ven, me hacía trampas y perpetuaba una baja tolerancia a la frustración. Por supuesto que hay que encarar los retos de la vida con buena disposición y si es posible con una sonrisa, pero este optimismo inteligente es distinto del que usaba antes a diestro y siniestro. Por supuesto que hay que sacar a los malos momentos su lado positivo, remontar y mirar hacia adelante, pero este optimismo inteligente no tiene nada que ver con la fantasía de quien cree que rezar es una invocación mágica esencial para que nuestros deseos se hagan realidad, como si el esfuerzo puesto para conseguir algo no fuera suficiente y se hiciera necesario que dios autorizara la transacción.

Ahora que soy una escéptica me he vuelto muy cauta en el cálculo de probabilidades cuando valoro el triunfo a mi favor en cualquier empresa. Ahora que sé que no hay justicia natural ni divina -y la humana, como tal, no es perfecta- se me antoja errática la posibilidad de que las cosas salgan como yo quiero. A veces el empeño no gana la batalla contra el azar, que es caprichoso, además de ciego, y favorece o perjudica sin ton ni son; otras ni la excelencia en los resultados vence las circunstancias en contra, sean históricas, culturales, sociales o geográficas.

Y aun así, sé que hay margen para ser positivo de forma madura y lógica, que caer en el fatalismo tampoco es racional y que, de tener que aguardar resultados fuera del alcance de mi mano, quizás es preferible esperar lo mejor estando preparado para lo peor. Como he dicho, yo estoy todavía aprendiendo esta nueva forma de confrontar el mundo. Es duro y supongo que preferiría que un dios bondadoso y honesto existiera, pero mi anhelo no lo hace real. Hace ya muchos años superé la muerte del Ratoncito Pérez, la de Papá Noel y la de los Tres Reyes Magos. Dejar atrás este otro espectro vetusto de barba blanca sólo es abandonar otro personaje infantil más.

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