Cuando en enero de 2011 entró en vigor la definitiva Ley Antitabaco que limitaba el consumo de esa sustancia en lugares de uso colectivo y locales abiertos al público y que endureció la ya polémica de 2006, pareció el final de una era. Prohibir el tabaco en lugares públicos como bares y restaurantes, en cualquier centro de trabajo o en los aledaños de escuelas y hospitales se recibió, especialmente entre los fumadores, como una temeridad que no sólo atentaba contra la libertad individual, sino poco menos que contra un auténtico pilar cultural. No ha pasado nada. La adaptación a la nueva ley fue rápida e indolora.
Los bares, claro está, fueron los que sufrieron en mayor medida el efecto de la nueva ley, pero se han sabido adaptar a las nuevas circunstancias, dando facilidades para que sus clientes fumen en la calle, habilitando espacios y terrazas que, incluso en invierno, han significado para muchos una nueva fuente de ingresos. La crisis que se inició en 2007 fue mucho peor que la ley antitabaco, o se sumó a aquellos efectos.
Al margen de las consideraciones económicas, que sin duda hay que tener en cuenta, la ley antitabaco significó un antes y un después en torno a la libertad y al respeto entre ciudadanos. No sólo se trata de una cuestión relacionada con la incomodidad del humo del tabaco, sino con la salud; ahora ya no se pone en duda el efecto nocivo de la nicotina, consumida directa o indirectamente. Nadie considera ya una barbaridad interrumpir una sobremesa para fumar un cigarrillo en la calle y es tal el nivel de concienciación que incluso en sus propios domicilios muchos fumadores salen al balcón o se acercan a una ventana cuando quieren fumar. Fumadores y no fumadores conviven ahora en torno a una norma clara que beneficia a todos y que es esencialmente saludable.
Es cierto que el cumplimiento de la ley presenta ciertas deficiencias, especialmente en torno a colegios y centros hospitalarios. No es extraño ver a padres y madres fumando en la puerta de colegios mientras esperan a sus hijos o a familiares e incluso a enfermos en las inmediaciones de los hospitales con un cigarrillo entre los dedos, pese a estar expresamente prohibido. En esos casos, el problema no está en que se fume en la calle sino en la transmisión de hábitos y modelos de comportamiento que se transmiten a los niños y que lógicamente es preferible evitar.