Opinió

El mundo en el que no vivo

3,1 millones de "me gusta" en Instagram para una foto de Kendall Jenner, la primera del ránking de la red social y yo no sé quién es. Las cosas no mejoran con la segunda posición: Taylor Swift, a quien presumo cantante. Luego, entre las más seguidas, está una tal Ariana Grande, por detrás de Selena Gómez y otras mujeres que me suenan a antiguas estrellas del Disney Channel. No me enorgullezco de estar tan poco al día pero, sinceramente, pienso que no me pierdo nada, me siento como la abuela que tiene a casi todos sus ídolos en el cementerio. Un día la juventud que ahora adora estas estrellas se sentirá tan desubicada como yo, es ley de vida.

Quizás lo peor es que tampoco conozco a muchos de los nombres que suenan entre los favoritos al Nobel de Literatura y eso admito que me gusta mucho menos. Prácticamente no sé pronunciar el nombre de la favorita, Svetlana Aleksijevitj, tampoco el de Ngugi Wa Thiong’o; no he leído nada de Joyce Carol Oates y sólo conozco un poco mejor a Philip Roth y Haruki Murakami. Se supone que los libros son lo mío, así que si llega el caso y premian a un autor a quien no he leído cumpliré la debida penitencia y empezaré a asumir ya en serio que vivo en un mundo paralelo y desierto. La gente está en este otro planeta siguiendo a Katy Perry y a Justin Bieber en Twitter, las dos primeras cuentas con más followers. En la tercera posición, un político dando el cante entre tanto artista, Barack Obama, lo que resulta insólito en un ránking de 100 cuentas en las que predominan músicos, actores, presentadores y deportistas. Destaca también Bill Gates, el primer ministro de la India, Narendra Modi, el religioso islámico Mohamad Al-arefe y el Dalai Lama, éste raspando la última posición.

Es cierto que el mundo virtual no es un reflejo fiel del material -no digo real porque a mí me parece que o bien los dos lo son o bien ninguno de ellos lo es suficientemente-, pero la misma sensación de soledad me atenaza en la ciudad, cuando paseo y compruebo que mis prioridades no son las de mis vecinos, que todavía no han descubierto que ir en bici es mucho mejor que conducir un coche -si hasta los de márketing de BMW lo saben- y que deben gastarse un sueldo en cada tienda de ropa que se abre; por la frecuencia con la que me encuentro escaparates con maniquíes en las calles del centro, se diría que la gente cuando llega a casa se desnuda y tira las camisas y los pantalones a la basura.

Mi problema es que, aparte de tener ya 31 años, lo que parece ser que me deja fuera del público de los líderes de moda, soy una pueblerina satisfecha: hay cosas que me da pereza saber. No me entra todo en la cabeza y muchas veces ya no me queda tiempo ni para profundizar en todo lo que sí me interesa, motivo por el cual temo que este año den el Nobel a alguien que ni tan siquiera sabía que existía. Yo que pensaba que había muchos menos escritores y libros buenos de los que se necesitaban y ahora resulta que eso también me desborda. Lo único que me consuela es saber que el tiempo del que no he dispuesto para la lectura no ha sido perdido sino bien invertido en vivir mi propia historia: romántica, de aventuras, humorística, de ciencia ficción, negra y de terror a veces, siempre emocionante.

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