Debiera hablar de los refugiados sirios pero no puedo. Yo no sé nada de política internacional y corro el riesgo de dejarme llevar por mis emociones y acabar con un discurso sentimental que me ensalza como humana sensible pero que deja en el mismo lugar a las víctimas, toda vez que mis reflexiones sólo sirven para aplacar mi impotencia. Eso no quita que la idea de las ciudades refugio parezca buena, sólo que a mí me parece extraña mientras otros emigrantes han huido en igual de penosas condiciones de sus países, encontrándose también con la muerte por el camino, y a los que giramos la cara por la calle o encerramos en CIE (Centros de Internamiento para Extranjeros). Entiendo que la condición de refugiado se cumple con los sirianos, ellos que huyen de una guerra que les mata con bombas y balas y que los diferencia de los subsaharianos que sólo han venido escapando del hambre y de la miseria. Pero no quiero ser demagógica, yo ya he dicho que no sé nada de política, de los derechos y de las leyes que distinguen quién nos tiene que dar pena y quién nos tiene que provocar una molestia, a quién le abrimos nuestras casas y a quién se las cerramos a cal y canto, y los deportamos de vuelta.
Además, yo también he sido una de las que han empezado a reaccionar al ver la fotografía de los cadáveres de los niños muertos emergiendo del mar, con su ropita puesta, como si sólo estuvieran jugando a “hacerse el muerto”, como lo hacen tantos otros niños en verano mientras desde la orilla de la playa los vigilamos. A mí nunca me salía, soy incapaz de flotar, siempre se me hundían las piernas. En las redes sociales hubo opiniones de todos los colores, que si publicar las imágenes era de mal gusto o que si a veces es necesario darse de bruces con la realidad, aunque duela, o incluso que quien necesita verlas es que no se indigna sinceramente, que sólo responde a una propaganda. Otra vez yo no sé qué pensar, me da por darle la razón a todos, pero qué puedo hacer si mis ojos me traicionan y lloran cuando ven al guardacostas coger al niño en brazos, con sus zapatillas de deporte intactas, y me conmuevo más que cuando leo que la ONU cifra en más de 100.000 bajas el conflicto en Siria. Mi mente no es perfecta, debo ser yo también una hipócrita que incluso piensa que hay acciones humanitarias más de moda que otras, de modo que no siempre ayudamos a quien más lo necesita sino a quien nos hacen creer que es más merecedor de nuestro auxilio, incluso cuando nuestra acción puede ser poco efectiva.
Pero yo no debería estar hablando de esto, no puedo, no sé nada. He vivido siempre en paz, en un país que sólo se pelea sin llegar a las manos y mi estancia hace años en un campo de refugiados liberianos en Ghana me dejó con recuerdos surrealistas que no me permiten ofrecerles una opinión contundente. Yo quiero poder servir pero no quiero brindarme como lo hacen quienes sólo invitan con el dinero y los recursos de otros al tiempo que se quejan de la insolidaridad generalizada. Yo quiero ser responsable y consecuente con mi proposición y, lamentablemente, cuando lo soy, no se me ocurre qué podría prometer sin parecer una política que quiere salvar al mundo llena de buenas intenciones y con una caja de herramientas vacía. No quiero engañarme quizás no pueda hacer nada, quizás sólo pueda hacer esto.
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