Opinió

La red de los corazones solitarios

En el restaurante la Sal de Zahara de los Atunes había a las diez y media de la noche de un día de éstos una mesa que ocupaban miembros de todas las generaciones, desde la bisabuela hasta el bisnieto, que tenían algo en común además de los apellidos. Todos tenían un aparato en las manos y todos consultaban algo: allí no hablaba ni Dios.

Todos, desde la bisabuela hasta el bisnieto, miraban internet; Google, redes, periódicos digitales; los dedos fervorosos navegaban con la ligereza de un pony, y en los rostros se reflejaba, intacta, esa luz cenital que ahora habita entre nosotros como la lumbre de los corazones.

Todos los que miran esa reverberación luminosa son hoy deudores de un invento que Jorge Luis Borges convirtió en una adivinación de ciego en "El Aleph" y que vislumbró Ray Bradbury en uno de los relatos que consideró más futuristas. Él no lo sabrá nunca, pero lo que él escribió como imposible es lo que sucedía hace tres o cuatro noches en aquel restaurante de Zahara: una familia se reúne ante la televisión y considera que la realidad es lo que sucede en la pantalla, no lo que pasa, dramáticamente, en la puerta de al lado.

Así es la vida de estos inventos: terminan dominando el futuro con una fuerza increíble; así que lo que hace quince años era una suposición de locos encerrados en garajes de los campus de Estados Unidos ahora es Google o Facebook, o Twitter, y todo ha ido destinado a ser consumido masivamente por gente que ya no tiene esas edades imberbes sino por seres humanos que ya disfrutan de la quietud que se supone a los bisabuelos. De modo que todo lo que pasa en la pantalla desata un interés similar al que podrían despertar en los niños de nuestra generación las noticias falsas sobre la muerte del Capitán Trueno o las suposiciones que había en la legendaria, y tan cercana a lo real, Farenheit 451.

Fragmento del artículo de Juan Cruz publicado en El País

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