A mayoría de las comunidades políticas modernas, ésas que llamamos naciones, se asientan sobre interpretaciones del pasado que, promovidas por élites y asociaciones de todo tipo, legitiman fronteras y regímenes y se ofrecen a la ciudadanía como explicaciones de su presente. Esos relatos, renovados una y otra vez, subrayan a menudo los momentos fundacionales, epopeyas en las que los antepasados realizaron actos admirables que sus descendientes deben tomar como modelo para sus vidas. Las escuelas y los medios de comunicación los difunden, los historiadores más entregados confirman su importancia, las conmemoraciones periódicas los recuerdan. En el mejor de los casos, dan lugar a fiestas patrióticas que marcan en rojo el calendario.
Las epopeyas pretéritas suelen buscarse en aquellas guerras que pusieron a prueba el temple nacional, luchas en pos de la soberanía y la unidad empapadas con la sangre de héroes y mártires. Pero hay sociedades que, además de cantar las glorias patrias, celebran con ellas los valores liberal-democráticos plasmados en sus respectivas constituciones. Francia, por ejemplo, aún exalta la Gran Revolución de 1789-1794, vinculada a los principios republicanos, y Estados Unidos, a los padres fundadores que declararon la independencia y sumaron a las libertades el impulso federal. El 14 y el 4 de julio reafirman esos cultos. En tiempos más recientes, la República italiana encontró sus raíces en el antifascismo y las democracias del antiguo bloque soviético lo hicieron en sus revueltas anticomunistas. Mientras la narración resulte verosímil y facilite la convivencia, las complejidades de lo ocurrido no traspasan las fronteras de los debates académicos.
España ha tenido serias dificultades para encontrar una empresa heroica que sirviera de cimiento a la nación.
Fragmento del artículo de Javier Moreno Luzón, catedrático de Historia de la Universidad Complutense de Madrid en el diario El País