Opinió

Lo probable y lo posible

El 1 de julio de este mes entró en vigor una reforma del Código Penal que, entre otras novedades, suprime las faltas y tipifica nuevos delitos, aprueba la figura de la prisión permanente revisable -que algunos consideran una cadena perpetua encubierta-, comprende medidas que se engloban en la ley de seguridad ciudadana, más conocida como ley mordaza, agrava el abandono de animales o permite que los condenados por ciertos delitos que hayan cumplido su pena, y no reincidan, puedan pedir que se eliminen sus antecedentes.

Las leyes cambian con el tiempo. Por ejemplo, en la Francia de finales del siglo XIX, se establecía que los criminales que cometían su primer delito fueran castigados con penas leves de forma que se favoreciera su inserción social. Los reincidentes, en cambio, eran condenados a penas muy severas o incluso enviados a la Isla del Diablo, localizada en la costa de la Guayana Francesa, de la que muy pocos podían escapar. Desafortunadamente, no era fácil saber si un detenido era novato o reincidente porque los delincuentes solían mentir sobre su identidad y no existían medidas de reconocimiento fiables. Se había llegado a tatuar a los criminales o a marcarlos de por vida con señales que no pudieran desaparecer, desde la marca a fuego de una flor de lis en el hombro a amputaciones de orejas o dedos. Alphonse Bertillon, oficinista en la Prefectura de Policía de París, se propuso resolver este problema. Recordaba que un amigo de su padre, Adolphe Quetelet, precursor del estudio demográfico, había afirmado que el cuerpo humano era único y que la probabilidad de que dos personas elegidas al azar compartieran una medida corporal era de una entre cuatro. Fue así como Bertillon calculó que la probabilidad de que dos individuos compartieran dos medidas se reducía a 1 entre 16, la de que compartieran tres disminuía a 1 entre 64 y la de que compartieran 14 medidas se hacía tan improbable que era casi imposible confundirlos, porque era de 1 entre 268 millones.

De este modo, Bertillon diseñó una ficha antropométrica que acabó utilizándose con mucho éxito, tanto que el procedimiento se llegó a exportar a Rusia, India o Estados Unidos, donde en 1897 se convirtió en el método estándar de identificación del FBI. Las medidas debían ser tomadas tres veces y apuntar el promedio resultante y la ficha se completaba con información específica como tatuajes, lunares, cicatrices o cualquier otro rasgo relevante, además de un par de fotografías, de frente y de perfil, que constituían un "retrato hablado". Dado lo engorroso que resultaba la toma de medidas, se decidió que se tomaran sólo once de las catorce iniciales y, aunque tal recorte debilitaba la certeza de la prueba, seguía existiendo sólo una probabilidad entre más de cuatro millones de que dos personas compartieran las once medidas. Pero no era imposible. De hecho, pasó cuando en 1903 un detenido llamado Will Kemp ingresó en la prisión de Leavenworth, Kansas. A pesar de que negaba haber estado allí antes, sus medidas coincidían con la ficha de un condenado a cadena perpetua por asesinato que también se llamaba William Kemp. Caso resuelto si no fuera porque William Kemp ya estaba cumpliendo condena en aquella prisión. La clave de su diferencia residía en sus dedos, porque efectivamente sus huellas dactilares eran muy distintas, motivo por el cual su paso por la policía hoy en día para hacerse el DNI es menos molesto de lo que podría ser, si el "bertillonage" no se hubiera revelado falible con una historia que nos recuerda que a veces la realidad supera la ficción.

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