Me inquietan las tonterías que se difunden en la televisión, sobre todo porque se dicen en programas que parecían serios, pero que se están ganando a pulso entrar a formar parte del contenedor de la telebasura. Qué tiempos aquellos cuando todos sabíamos qué presentador o programa merecía nuestra confianza. El investigador y divulgador científico Daniel Closa se lamenta de que Jaume Barberà esté exhibiendo en el “Retrats” una colección de personajes que parecen sacados de un circo, aunque digan llamarse médicos o terapeutas. A Closa le preocupa, además, que esa falta de rigor de Barberà escogiendo entrevistados con tanto gancho televisivo como poco conocimiento real de lo que apoyan estuviera presente ya cuando pasaban por el programa economistas u otros expertos en campos sociales que a Closa, sin formación en estas disciplinas, le parecieron dignos. Quizás también fueron charlatanes que, perdonen la expresión, “daban el pego”. Algo parecido me pasó a mí también, yo que me compré los libros de Olga Cuevas y de Pérez-Calvo porque estuvieron en el programa y un periodista les daba cancha, promocionando una cobertura informativa acrítica y equidistante que no debería existir cuando se apoya en falsas dudas. ¿Qué les parecería que se hicieran programas en los que aparecieran supuestos expertos que dijeran que la Tierra es plana? ¿Lo ven absurdo porque ya está probado lo contrario? ¿Piensan que no hay que ofrecer un micro a quien se aprovecha de la ignorancia de algunos? ¿Opinan que dar cobertura a opiniones distintas sólo es válido -y quizás hasta obligatorio- cuando los argumentos presentan evidencias? Ya nadie piensa que pueda existir un debate o controversia real sobre este tema: hemos visto la Tierra fotografiada por satélites, hemos experimentado la redondez voluptuosa de nuestro planeta, los cálculos matemáticos que explican y predicen movimientos, órbitas o fenómenos naturales los apoyan. No tiene sentido que enarbolemos la bandera de la libertad de expresión, de la democracia o de la relatividad si con ello negamos lo que ya sabemos y lo hacemos substituyéndolo por fantasías porque las dice alguien -que, a veces, sorprendentemente, también es médico o profesor universitario- que se aprovecha de los límites de la ciencia para tergiversar y llevar hasta el absurdo cuestiones razonables. Es lo que pasa con el movimiento antivacunas, que confunde los efectos secundarios de las vacunas -fiebre o dolor e inflamación en la zona de la punción- con su necesidad y efectividad, si es que además no le suman teorías más estrambóticas que les suponen riesgos como causar autismo.
Para dar una información clara y completa sobre la salud o las prácticas médicas -sea el uso de agua de mar o de vacunas- no hace falta invitar al debate a los que demuestran no saber nada del tema. De nuevo, imagínense que cuando deciden levantar los cimientos de su nueva casa no sólo le preguntan al arquitecto qué método estructural va a seguir, sino que, en aras de manejar cuanta más información posible para decidir “con criterio”, también le preguntan al panadero, a la vecina que pasea perros y al niño que construye ciudades con Legos. ¿De verdad pensarán que sus opiniones tienen relevancia? ¿De tomarlas en serio, no creen que regirse por alguna de ellas podría llegar a ser perjudicial?
Me apena que haya un niño con difteria en el hospital, con unos padres que no han elegido bien a pesar de lo mucho que lo deben querer, que se han creído al pseudocientífico de turno y que han pensado que su hijo estaría más sano alejado del sistema médico, que ahora está intentando curarlo.
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