Todo comenzó en diciembre del 2019 en Wuhan (China continental), donde una terrible pandemia afectó a 81.000 personas que se contagiaron del coronavirus y murieron 3.189, las autoridades inmovilizaron a cincuenta millones de personas, más que toda la población de España. Tres meses después han conseguido frenar la pandemia en su territorio. La clave ha sido que los cincuenta millones de chinos han actuado en total complicidad con el gobierno chino y siguiendo su plan de choque y contención. Corea del Sur , otra situación similar. Hablamos de países orientales, culturas donde la comunidad es esencial y donde el individuo aprende a conocerse a sí mismo para mejorar su papel en la comunidad.
¿Aquí qué hacemos? Nos vamos a la costa levantina o a la Cerdanya. Qué irresponsabilidad. Esta terrible pandemia del coronavirus está sacando lo mejor y lo peor de nosotros, esas invasiones en los centros comerciales, esa actitud acaparadora, sin mirar al vecino, incluso lanzándose con violencia al estante donde se encuentra ese paquete de garbanzos solitario, acaparar todo el papel higiénico existente en los centros comerciales, ¿para qué? Arrastrar con toda el agua que se ha dispuesto para la venta.
Por otro lado se patrocinan actos de solidaridad con los colectivos que están trabajando contra la pandemia, sobre todo los profesionales sanitarios. Salimos a los balcones a aplaudirles. Qué acto más humano de solidaridad. Dos días antes estábamos desvalijando los supermercados.
Nuestras acciones se mueven en los extremos emocionales, nunca en los racionales. Hasta que alguien nos recalca veinte veces que no vamos bien. Que nos quedemos en casa. Ahora comienza a verse la acción ciudadana con las calles vacías, los coches inmovilizados. Todo en silencio. Sólo se rompe con aplausos ciudadanos hacia las personas que se juegan la vida en su trabajo dentro de los centros sanitarios. Eso está bien.
El pueblo español, incluido el catalán, es así. Temperamental, irracional, incrédulo, egoísta y sobre todo con pánico ante su supervivencia, el pánico es fruto de la ignorancia. Ahora en lugar de reflexionar seriamente y compartir experiencias nos dedicamos a hacer chistes, a escondernos de esta realidad. Lo vimos en las primeras huelgas generales españolas de los años 70 y 80. No importa lo que digan los gobernantes, al fin y al cabo llevamos demasiado tiempo oyéndolos y lo único que hemos visto y padecido es que todo han sido mentiras. Antes los tuvieron cuarenta años bajo una dictadura fascista. Sus padres pasaron mucha hambre. Les robaron. Los lanzaron a la miseria. Los echaron de sus viviendas. Ahora les han robado y les siguen robando. Los lanzan a la miseria. Los echan de sus viviendas. Les quitan sus puestos de trabajo. Les quieren quitar su pensión.
Pero ahora es otra la situación, porque ellos también tienen miedo, no importa el poder que tengan, el bichito coronavirus puede ir a por ellos, pueden sobrevivir, pero también pueden sucumbir ante él, no tenemos el remedio todavía. Ahora nos necesitan porque todos estamos subidos al mismo carro. Es fundamental hacerles ca-so.
La situación es cambiante. Los gobernantes del conjunto de los territorios españoles se comienzan a poner de acuerdo, excepto el sacristán del gurú de Perpiñán que parece venido de otra galaxia. Se despiertan buenos sentimientos. Se convierten en solidarios. Reconocen el buen hacer de las estructuras de las administraciones. Cumplen con las directrices que se dan para superar esta pandemia. Pero sobre todo valoran lo que tienen a su servicio, esa sanidad pública llena de profesionales con conciencia, porque ésa es la base, la conciencia. Con ella construimos este país nuevo, y deberíamos tenerla para superar los obstáculos que nos han impuesto parte de los que deberían darnos soluciones.
Este paréntesis en nuestras vidas deberíamos aprovecharlo para reflexionar muy profundamente. Darnos cuenta del valor que tienen las cosas que tenemos cerca y que dependen en gran medida de nosotros mismos. Esta cuarentena deberíamos convertirla en un seminario colectivo para afianzar la confianza en nosotros mismos y en nuestro alrededor. Debería servir para tomar conciencia de que formamos parte de un conjunto llamado bien común y comunidad. Deberíamos saber qué queremos realmente de esos servidores públicos que nos han robado. De esos que ahora nos necesitan de verdad, que utilizan nuestra confianza para ocupar lugares que les son impropios por su miseria humana y que nos utilizan para sus intereses, que no son los nuestros.
De esos que comienzan a utilizar esta terrible pandemia para sacar tajada política (“de Madrid al cielo”…, qué palabras de la discípula del gurú de Perpiñán ). O que comienzan a poner en duda las medidas tomadas, lo que hace que nuestra confianza vuelva a resentirse.
Estamos huérfanos de dirigentes honestos, que velen por nuestra seguridad. Que gobiernen para que nuestros derechos reconocidos en la carta de derechos humanos de la ONU, y recogidos en nuestra Constitución, sean reales y efectivos
Ahora es el momento de las reflexiones existenciales, porque ante la incertidumbre de la vida y la muerte nos debemos plantear la dirección tomada y si debemos continuar por el mismo camino, no ya por nosotros mismos sino por la responsabilidad que tenemos para los que vienen detrás de nosotros, nuestros hijos, nuestros nietos y el resto de la humanidad.
Esta experiencia personal y colectiva debe servir para que exijamos a nuestros gobernantes que nos preparen para otra ocasión similar. Falta mucha formación de cómo reaccionar ante las emergencias colectivas. Otros pueblos lo tiene muy asumido: Japón es un buen ejemplo. Recordemos el tsunami del 2011 y sus consecuencias en la central nuclear de Fukusyma.