Toda vida humana supone en sí misma un constante tomar decisiones. Muchas de ellas son instintivas, veloces, casi inconscientes. Otras requieren pausa y reflexión porque nos jugamos mucho: elegir carrera, pareja, lugar donde vivir, escuela para los hijos, cuestiones de salud… Las decisiones grandes y pequeñas impulsan nuestra vida hacia delante, lo cual significa ir hacia lo desconocido, tejiendo por el camino nuestra parte de realidad, aportando o reservándonos nuestras capacidades para hacer del entorno un espacio más grato y humano.
Ante ello, a veces nos encontramos con una dosis de miedo a equivocarnos que, si crece excesivamente, es paralizante. Entonces "no decidimos", que es otra forma de decidir. El miedo impide que desarrollemos nuestras cualidades y que las llevemos a la práctica. Nos quedamos con nuestras habilidades y al no ejercitarlas se van durmiendo, se van apagando hasta que desaparecen.
Por eso es bueno recordar que equivocarnos es humano; se equivocan los niños, los jóvenes, los adultos, y entre ellos las amas de casa, los educadores, los comerciantes, los administradores públicos, los gobernantes. Todos nos equivocamos.
También, cómo no, acertamos muchas veces. Con tino y con tacto logramos la exactitud de lo que nos proponemos. Y alcanzamos el éxito.
Pero la dificultad está cuando lo que buscamos no es tanto nuestro objetivo sino los aplausos y las alabanzas de nuestros congéneres. Esto es lo que más nos paraliza porque, si no logramos el reconocimiento de los demás, entonces nos sentimos fracasados, y este miedo es una de las cosas que más nos detienen. Nos importa demasiado la imagen que los otros tengan de nosotros.
En ocasiones la cantidad de aciertos minimiza las equivocaciones, y estos aciertos nos ayudan a superar, llamémoslos así, los desaciertos. Entonces logramos nuestro cometido, el resultado incluye todos los ensayos y errores.
Es necesario estar atentos, pues la equivocación puede ser contagiosa: individuos con personalidad muy asertiva pueden afirmar falsedades y todos las dan por verdades. Depende mucho del tono y de la forma cómo se imponen a sus interlocutores, aunque estén equivocados. Y uno mismo puede actuar así, aun sin querer, cuando afirma con rotundidad cosas de las que no está seguro.
Hay un lenguaje y una forma de comunicarnos con cada persona en particular y no siempre acertamos. Es más, muchas veces la embarramos y, si no nos damos cuenta, continuaremos haciéndolo. Por eso hay que ser humildes.
Para ello, Alfredo Rubio de Castarlenas nos propone dedicar un tiempo, ojalá unas horas al día, para revisar nuestras actitudes, nuestras respuestas, y escucharnos a nosotros mismos. Valorar nuestras respuestas, contemplarlas y ver en qué aspectos las podemos mejorar, qué es lo que nos dinamiza y nos impulsa a caminar.
Estos ratos diarios de soledad y silencio son lo que nos ayuda a ver nuestra realidad, y a descubrir cuáles son las evidencias que nos quedan ocultas, y nos llevan a repetir una y otra vez los mismos errores, y en los mismos desaciertos, y también nos ayudan a ver cómo podremos superarlos.
Estos minutos, estas horas de soledad y silencio, nos ayudarían a dejar atrás nuestros temores paralizantes y a caminar, más aún, volar para alcanzar nuestros sueños, los posibles y reales.
Ver la realidad, meternos en ella y desde sus evidencias reemprender nuestro camino, sin miedos ni temor a los desaciertos, aceptándolos cuando llegan y remontándolos con más aciertos.
* La autora es del Àmbit Maria Corral