Sentada frente al televisor vi a un experto en farmacología que explicaba la tesis según la cual los medicamentos antidepresivos no siempre son la solución a situaciones vitales complicadas. Incluso argumentaba que, en ocasiones, estos medicamentos pueden provocar efectos no deseados. Razonaba, el citado experto, que no todos los problemas que la vida plantea a las personas pueden tener la consiguiente pastilla para ayudar a solucionarlos. La persona ha de buscar soluciones de otros tipos. Y no puedo estar más de acuerdo con esa afirmación.
La modernidad nos ha llevado a un conjunto de ventajas respecto a la vida de décadas anteriores de las cuales a veces no somos conscientes porque las tenemos tan incorporadas en nuestra cotidianidad que no llegamos a darnos cuenta de su importancia. La dureza de las tareas de la casa pueden ser un ejemplo bien manifiesto: poner la lavadora no tiene nada que ver con las coladas que se hacían en las casas; la necesidad de obtener alimentos frescos cada día obligaba a las amas de casa a ir a comprar casi cada día, ahora la nevera nos ha librado de esa tarea. A menudo, con una visita semanal al mercado ya podemos adquirir los alimentos frescos por unos cuantos días. En otro orden de cosas se podría citar la fuerza física que se necesitaba para hacer muchos trabajos y que hoy día una máquina o, incluso, un robot la hace con menos tiempo y evidentemente con menos esfuerzo para la persona que conduce la máquina. Potentes ordenadores efectúan tantos cálculos por minuto que ningún hombre o mujer es capaz de igualarlos. Solo he querido citar algunos ejemplos para reforzar la afirmación del inicio de este punto.
A pesar de todos los avances citados y otros, todos ellos a modo de ejemplo tal como he dicho antes, también se han producido pérdidas y algunas de ellas, a mi entender, bastante significativas. La prisa con la que vivimos inmersos y otras características de la vida moderna, principalmente en las grandes ciudades, hace disminuir las relaciones entre las personas. Esta pérdida es una de las más importantes, pues genera sensación de soledad que parece que sea una de las características de la sociedad moderna. Precisamente esta soledad puede golpear a las personas sin piedad cuando las circunstancias vitales, como pueden ser la pérdida de un ser querido, el trabajo o alguna otra circunstancia que nosotros imaginábamos de una manera, la realidad acaba imponiéndola de otra forma.
Es en estos momentos difíciles que la persona, como una vía de solución rápida, puede acudir al profesional con la demanda de un remedio que le ayude a salir del callejón, olvidando que nosotros mismos constituimos una fuente limitada, pero potente, de soluciones que llevamos dentro y que no sabemos o no tenemos la capacidad de encontrar. También olvidamos, demasiado a menudo, un remedio muy efectivo: la palabra. Hablar con los familiares, hablar con los buenos amigos, ver al otro como alguien que nos puede y quiere ayudar. Hoy es el otro quien nos ayuda a nosotros, pero seguro que en otra ocasión podremos retornar a la misma persona o a cualquiera que lo necesite, nuestra capacidad de escucha y de simpatía o simplemente estar al lado del otro cuando nos necesite.
Evidentemente siempre hay profesionales psicólogos que haciendo uso también de la palabra pueden ayudar a analizar la situación que nos hace sufrir y ver las posibles vías de salida. Mi intención ha sido ponen en valor las relaciones entre las personas de nuestro entorno. No obstante, lo que he dicho hasta ahora no quita que en muchos casos -y siempre desde mi punto de vista- se necesita de algún fármaco para romper la espiral opresora que envuelve la persona. A pesar de todo, e incluso en este caso, la palabra puede ayudar.
* L’autora és de l’Àmbit Maria Corral d’Investigació i Difusió