Opinió

El reto sigue siendo la educación

Hace mucho tiempo que descubrimos una de las leyes básicas que gobiernan la salud. Siendo como es una ley, se cumple siempre a rajatabla. Y, refiriéndose a la salud, rige no sólo la aparición de enfermedades sino que, cuando es correcta, las previene y nos proporciona bienestar y, a menudo, felicidad. Hablamos, claro está, de algo tan esencial como la alimentación.

Algo que los afortunados habitantes de países como el nuestro pueden realizar desde la infancia hasta la muerte no una única vez, sino tres y hasta cinco veces al día. Calculen una tarde, si andan un poco aburridos, los kilos y litros de comida y bebida que habrán ingerido a lo largo de su vida… Coincidirán por ello que es bastante absurdo negar a la dieta un papel clave en nuestro desarrollo y evolucionar como personas.

En efecto, a poco que pensemos en esa hipotética tarde de paseo, caeremos en la cuenta de la trascendencia económica, social, cultural y ambiental del hecho alimentario. Un hecho que, hoy por hoy, sigue marcando los momentos más importantes de nuestra vida individual y como especie. Como dice el proverbio oriental: "Quien tiene comida, puede tener muchos problemas; quien no la tiene sólo tiene un problema".

Ciñéndonos al ámbito de la salud, no deja de ser llamativo que, cuando las enfermedades crónicas amenazan con arruinarnos (y no sólo, como a veces se cree, a los países ricos sino también a los países en desarrollo y aún a los declaradamente pobres), prácticamente ningún gobierno haya sido capaz de implantar programas realmente eficaces para prevenir y reducir esas enfermedades que enseñorean el mundo y nuestras propias vidas en muchos de sus rincones más íntimos y personales: el exceso de peso, la diabetes, los problemas cardiovasculares, la hipertensión, el cáncer, la osteoporosis…, con todas sus consecuencias sobre el sistema y sobre la calidad de vida de las personas.

Hasta ahora, todo lo que se ha ocurrido a la autoridad sanitaria ha pasado por hacer "campañas". Campañas cuya eficacia cualquiera intuye que tiende a cero pasadas unas pocas semanas -o incluso días- de su finalización. Campañas para reducir la sal, para subir escaleras, para tomar o dejar de tomar esto o aquello. Ruido que, en la mayor parte de los casos, sólo cabe calificar -siendo generosos- como información, sensibilización o directamente como mareo de perdiz.

Porque lo cierto es que seguimos teniendo en España unos niños que son de los más obesos de Europa, que no hay nutricionistas en la salud pública básica (la atención primaria), que la comida de los hospitales y de los centros o residencias para mayores a menudo es francamente mejorable, que las empresas invierten poco en tecnólogos o expertos en nutrición para elaborar productos más sanos… y que el ciudadano recibe multitud de estímulos confusos por todas partes: publicidad, blogueros talibanes y amenazantes, prohibiciones, bulos, etc.

Desde hace décadas, cuando el problema de la obesidad ni siquiera empezaba a insinuarse, todos los expertos insisten en lo mismo: la única solución de verdad para mejorar nuestra salud, favorecer no sólo la longevidad sino sobre todo la calidad de vida y producir alimentos sanos y sabrosos pasa obligatoriamente por la educación alimentaria de la población en todos los niveles: por supuesto, en la escuela. Pero también en los establecimientos sanitarios, las residencias de mayores, las universidades. Siempre es posible aprender. A cualquier edad y no importa en qué circunstancia.

Sabiendo más, valorando más, nuestros alimentos y nuestra cultura sin duda estaremos trabajando por nosotros mismos y por el planeta.

 * El autor es profesor de Nutrición en la Universidad Complutense de Madrid (EFE)

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