Muchas personas son las que hoy día viven en precario, en un mundo más selva que corazón, desbordado en demasiadas ocasiones por una escalada de incidentes y el incremento de tensiones que nos impiden tomar la vida con alegría. Por desgracia, nos hemos perdido el respeto y la violencia crece por doquier, generando multitud de problemas sociales, y una aglomeración de odios que, verdaderamente, nos dejan sin palabras. Hace tiempo que el miedo y la desesperación van en aumento. En muchos países hay que luchar porque a uno no le roben la dignidad. También son muchas las personas que sufren el descarte. Tanto la marginación como la explotación son tan descaradas que debiéramos despertar de la injusticia, y pedir a los líderes honestos otro camino más justo, más crecido en valores, sin hipocresías, cuando menos para promover la comprensión de las culturas y religiones. No perdamos esta referencia: la verdad es la única fibra de amor y paz que nos fraterniza. En consecuencia, quizás para restaurar ese espíritu verídico, lo mejor sea llamar a las cosas por su nombre. Estoy convencido de que es lo único que puede hacernos cambiar de actitudes y de mentalidad.
Cautivados por una cultura mediática, simplona y agresiva, sin creatividad alguna, sobre todo para encontrar los accesos adecuados, nos resta lenguaje positivo en nuestras pláticas o, si quieren, esa expresión esperanzadora siempre dispuesta a abrir vías. Subsiguientemente, hemos de reconocer que el contexto humanístico dista mucho de ese diálogo con la verdad que todos nos merecemos para encontrar juntos los recursos que nos hacen más humanos. Es evidente que lo auténtico nos hermana, haciéndonos también más libres y más caritativos. Sea como fuere, los actuales momentos vividos en un mundo de dominadores sin escrúpulos, como en ningún otro tiempo pasado, no pueden ser de más falsedad e incertidumbre. Sirva como testimonio esta absurda y necia afirmación recogida en un libro sobre el Brexit, obra que pertenece a una colección muy popular entre la ciudadanía británica. Así dice uno de sus rudos párrafos: "Gran Bretaña es una isla orgullosa. Durante siglos estuvimos solos. Ahora volvemos a estarlo. Otros países, como Croacia y España, necesitan ser parte de Europa, porque ellos, claramente, son cobardes. Pero nuestro país es especial y otros países se están poniendo a la cola para conseguir lo que tenemos para ofrecer, ya sea la música de Sting o cualquiera de nuestros quesos. Éste es el futuro". Cuánta estupidez encierra este endiosamiento de dividir y encerrar. Con lo fácil que es hablar claro y profundo, que es lo que realmente nos aproxima.
Ciertamente, es esa unión europeísta bien definida y debidamente ponderada la que nos lleva a la construcción de ese espacio común, más fuerte que las voluntades nacionales, fiel al espíritu de solidaridad, que es lo que nos hace avanzar y redescubrir lo fructífero que es esa unidad de las diferencias hermanadas. Por tanto, no es cuestión de cobardía, sino de entendimiento, consciente de que el "todo" trabajando en armonía es más que la "parte"; siempre esta última, insolidaria y acaparadora. Ésta es la genuina exactitud que, sumada a su variado y rico patrimonio en valores, es el mejor antídoto contra la falsedad vertida. Dicho lo cual, las sociedades humanas han de huir de ese individualismo, y lo lógico es que los continentes alcen barreras, sumen horizontes de anhelo en común y alienten moradas de afecto y de concordia. Por el contrario, si nos alejamos de esa unión, de esa búsqueda de la justicia para todos, de la preocupación por el porvenir de los más descartados, lo único que se acrecentará son los egoísmos individuales y colectivos.
A mi juicio, hemos de reconocer que, en los últimos veinticinco años, el mercado único ha hecho de Europa uno de los lugares más atractivos para vivir, a través de sus cuatro libertades indivisibles, que conviene vociferar: la libre circulación de personas, bienes, servicios y capital; cuestión que ha ayudado a mejorar la prosperidad de su ciudadanía, sin obviar ese espíritu positivo de hacer comunidad, y de poder mirar más allá de unas meras fronteras y frentes ruines. Ojalá, pues, todos los líderes mundiales trabajen en ese cambio, desde el consenso, con espíritu de generosidad y entrega, mediante políticas (más poéticas que poderosas) que hagan crecer a todo el mundo en un desarrollo armónico, de modo que el país que avance más deprisa tienda la mano al que va más lento, y todos se esfuercen por llegar a esa órbita excluyente. Por eso, es vital no rehusar de la clemencia y, tampoco, alejarse de ese aliento reconciliador; sería como engañarnos a nosotros mismos, deshumanizándonos aún más si cabe, mediante la torpe batalla del embuste.