Opinió

Terrassa, octubre de 2017

A los dirigentes independentistas locales les gusta celebrar sus días históricos. El 1 de octubre volvieron a insistir en la idea de conmemorar derrotas, con el conocido objetivo de amplificar ese sentimiento victimista que se ha convertido en motor incombustible con el que regar el populismo nacionalista. Lo que pasó el 1 de octubre de 2017 fue consecuencia directa de los sucesos del 6 y 7 de septiembre en el Parlament de Catalunya. Un fraude no sólo al Estado de derecho, sino a los fundamentos de las democracias occidentales, y un ataque sin precedentes a la dignidad de los representantes públicos democráticamente elegidos. Se pisotearon sus derechos y se dio un salto al vacío ilegítimo e injustificable que no fue avalado por ninguna democracia del mundo.

De nada sirvieron las advertencias del Tribunal Constitucional ni las de los letrados de la Cámara. El Consejo de Garantías Estatutarias fue también ignorado. Las dos leyes de ruptura aprobadas apenas estuvieron vigentes unas horas, pero sirvieron para convocar el referéndum del 1 de octubre. Ese día fuimos espectadores de cómo la irresponsabilidad de los políticos independentistas arrojó a miles de personas a encararse a una Policía Nacional y Guardia Civil que seguían mandatos judiciales, ante la pasividad de los Mossos d’Esquadra -que también seguían órdenes de sus mandos. Unos mandos que, junto a los miembros de aquel Govern, son ahora objeto de investigación.

Conviene recordar que, entre septiembre y octubre, en Terrassa se suspendió en diferentes ocasiones la actividad municipal, con el impulso de los partidos independentistas y gracias a la complicidad de los Comunes y la inacción de un PSC incapaz de comprender que se deben a todos los ciudadanos y no sólo a una parte. Con esa parálisis, todo el foco lo acaparó la preparación de la logística para las votaciones y, posteriormente, las manifestaciones y paros. El Rey condenó el 3 de octubre lo evidente, el intento de fractura del pacto de convivencia entre españoles, la mayor afrenta a la democracia en España desde la recuperación de las libertades.

Y pasó lo que muchos dijimos: marcha de las sedes sociales de empresas cuyo impacto aún no ha repercutido enteramente en la economía, acoso a periodistas no afines a las tesis separatistas y también a políticos y simpatizantes no independentistas, ruptura de la convivencia y procesos judiciales abiertos a todos los responsables. Como corolario, el señor Puigdemont -ahora huido de la justicia- hizo una declaración unilateral de independencia, cuya inmediata suspensión no evitó el acuerdo de los principales partidos en España para aplicar por primera vez en la historia el artículo 155 de la Constitución y suspender la autonomía de Catalunya.

En otra secuencia, las masivas manifestaciones del 8 y del 29 de octubre marcaron un antes y un después de la expresión popular por reivindicar una Catalunya dentro de España y de la Unión Europea, lo cual se plasmaría en la victoria de los partidarios de seguir en España en unas elecciones que ganó Ciutadans, también en Terrassa.

Después de un año, Catalunya sigue siendo una autonomía de España, paralizada por unos políticos independentistas que no saben cómo explicar que habrá una mejor ocasión para la República porque lo que pasó fue un engaño (Santiago Vidal), un farol (Clara Ponsatí), un teatro (Artur Mas), un artificio (Lluís Salvadó) o una estupidez (Joan Tardà). En Terrassa sí queda más claro el papel consentidor de un PSC que prefiere que haya pancartas separatistas en la fachada del Ayuntamiento, ignorando sistemáticamente la demanda de neutralidad institucional de la mayoría de nuestros vecinos.

* El autor es portavoz del Grupo Municipal de Ciudadanos (C’s) en el Ayuntamiento de Terrassa

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