Opinió

Violencia en las escuelas: una lección que ningún niño debería aprender

La noticia de finales del mes de agosto del suicidio de un niño de 9 años en Estados Unidos, pocos días después de anunciar en el colegio su homosexualidad, es un dramático ejemplo de cuáles pueden ser las consecuencias del acoso escolar. Ésta y otras duras situaciones constituyen ejemplos muy graves de las consecuencias del acoso entre los propios niños y niñas.

La violencia en la escuela y sus inmediaciones tiene otras muchas y dramáticas dimensiones: desde los ataques directos a las escuelas o a los alumnos en zonas de conflicto (más de 500 verificados este año) o el castigo físico en los centros educativos -aún consentido en muchos países del mundo-, hasta los tiroteos que se producen en los mismos.

Para la realización de los derechos de los niños a la educación y al desarrollo es clave que las escuelas sean lugares seguros. Pero también es fundamental para el cumplimiento de los derechos a la protección y a la participación infantil.

Cuando el centro educativo se convierte en un lugar inseguro se desencadenan una serie de consecuencias fatales para sus alumnos: afecta a su salud física y mental, disminuye su autoestima, se resienten sus relaciones personales, empeoran los resultados educativos y aumenta la falta de asistencia a clase y el abandono escolar. Además, la violencia hace ineficiente todo el sistema educativo, en términos de aprendizaje y también económicos. El coste de la violencia contra los niños en la escuela sumaría siete billones de dólares anuales, lo que socava gravemente las inversiones realizadas en educación, en salud o en primera infancia.

Los datos sobre violencia en las aulas y en su entorno, publicados en el informe “Violencia en las escuelas: una lección diaria”, en el marco de la iniciativa de UNICEF·STOP ViolenciaInfantil, reflejan que la violencia no es exclusiva de ningún país ni de ninguna región: la mitad de estudiantes de entre 13 y 15 años, unos 150 millones, declaran haber sido objeto de acoso escolar o haber participado en peleas en el centro o sus alrededores.

España es el tercero -entre los 37 países de Europa, EE.UU. y Canadá- con menor índice de violencia en las escuelas entre estudiantes de 13 a 15 años. Sin embargo, el 16,7% de niños entre 13 y 14 años ha manifestado haber sufrido acoso escolar en los últimos dos meses, y uno de cada tres (30,4%) ha estado involucrado en una pelea durante el último año.

En el caso concreto de la violencia entre iguales y el acoso escolar, demasiados factores contribuyen a que este fenómeno sea complejo de erradicar. Todavía permanece en el imaginario cultural la dañina frase “son cosas de niños”, como si cualquier tipo de violencia no fuese intolerable. Los insultos, las humillaciones, las peleas, ¿serían tolerables en los centros de trabajo o en otros espacios en los que conviven adultos?

No olvidemos tampoco que el comportamiento de niños, niñas y adolescentes muchas veces refleja patrones de violencia que los niños ven en la conducta de los adultos, en la familia, en la vida pública, incluso en los medios de comunicación. Patrones de conducta que más veces de las que pensamos sirven de ejemplo, y muchas veces de excusa, a los acosadores más jóvenes.

Otro factor relevante es el ciberbullying, que amplía el impacto del acoso escolar mediante las redes sociales, así como el espacio y el tiempo en el que la víctima lo sufre: más allá del centro educativo, más allá del horario escolar, más allá del suceso concreto, ya que permite registrarlo y difundirlo.

El colegio o el instituto son lugares en los que se produce este tipo de violencia entre los niños, pero lo más importante es que, junto con la familia, son los mejores espacios para luchar contra ella, para prevenirla, para cambiar esta tendencia nociva a corto, medio y largo plazo.

Para trabajar con las potenciales víctimas, con los agresores y con los testigos, el papel de los centros y el profesorado es clave, pero también lo es el de los propios niños y adolescentes, que deben ser protagonistas principales de los programas, procesos y protocolos que abordan la violencia en las aulas, y también protagonistas de la educación para la paz y los derechos humanos que tiene que volver a ser una parte fundamental del currículum escolar.

Éste debe ser quizás el único aspecto del ámbito educativo en el que se deba promover la intolerancia: la intolerancia contra la violencia en cualquiera de sus formas, ya sea física o psicológica, presencial o través de la tecnología.

Pero, además de los centros, las familias y los propios alumnos son claves la legislación y las políticas públicas. En estos días de vuelta al colegio conviene recordar que en demasiados países aún está permitido por la ley el castigo físico en las escuelas, o que, en el caso concreto de España, pese a las reiteradas peticiones de Naciones Unidas y los compromisos públicos, la aprobación de una Ley Integral para la Erradicación de la Violencia contra la Infancia avanza lentamente.

El compromiso del Gobierno español es presentar un proyecto de ley al Congreso en 2019. Nos parece muy importante que se apruebe en esta legislatura ya que contribuiría a hacer que todos los espacios en los que están los niños sean más seguros, a promover y dotar de recursos los programas educativos para prevenir el acoso escolar y otros tipos de violencia, a que estas situaciones en la infancia dejen de considerarse una violencia “menor”, a evitar que los niños sean considerados -demasiadas veces- testigos menos fiables que los adultos o a que dejen de tolerarse socialmente determinados niveles de violencia en el entorno escolar o familiar.

La escuela debe ser el lugar de muchas lecciones, algunas académicas y otras vitales, pero la de la violencia es precisamente aquella que no debe estar presente de ningún modo.

* El autor es presidente del Comité Español de UNICEF (Servicio de firmas de la Agencia EFE)

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