Opinió

Una ola

Ayer se conmemoró, sin incidentes y en un clima festivo, como suele ser habitual, la Diada Nacional de Catalunya. Una vez más pudimos constatar que difícilmente podremos hablar de la Diada como de una jornada de celebración o de conmemoración unitaria; sólo debemos acercarnos para entenderlo a las causas que la motivan: la derrota de Catalunya en la lucha por sus fueros y libertades en 1714. Por tanto, el perfil independentista de la celebración de la Diada no debe extrañar a nadie pues se trata de una consecuencia lógica tanto por su génesis como por el momento social y político que empezó a gestarse en 2012, e incluso en 2011. Es lógico que así sea.

La Diada se está convirtiendo en una celebración confusa. Por un lado, está la movilización independentista, que es nítida, sin ambages, reivindicativa, festiva y masiva. Por otro lado, hay catalanes y catalanistas, mucho más discretos, que no quieren renunciar a celebrar la Diada, pero que no se sienten concernidos por la convocatoria de las manifestaciones y actos independentistas. A lo sumo, asisten a algunas de las convocatorias oficiales de pueblos y ciudades; cuelgan la senyera en el balcón (bandera, por cierto, que está desapareciendo como referente); se sitúan en una extraña tierra de nadie, desubicados, incómodos con la idea de la independencia, y a la vez muy alejados del nacionalismo español; sin recursos para encontrar un encaje que los primeros ya no aceptarán. En el otro lado está quien no quiere ni tiene nada que celebrar en el 11 de Setembre, como decía ayer Pablo Casado, el nuevo líder del Partido Popular.

Es lógico que la atención mediática se centre en el primero de los grupos puesto que cada año debe realizar una exhibición, más que de fuerza, de determinación, que es en realidad lo que le da fuerza. Sorprende una vez más que uno de los puntos de debate sea el de las cifras. Es absurdo calibrar la salud del movimiento independentista catalán por la asistencia a sus concentraciones. La participación fue extraordinaria, sin discusión. ¿La conclusión?, pues que es evidente que hay una mitad que quiere soltar amarras, sin la que no puede haber un proyecto de España, pero no perdamos de vista que Joan Tardà tiene razón, porque hay otra mitad sin la que no puede existir un proyecto de Catalunya. Un sokatira complejo en el que tanto un equipo como otro esperan que miembros del contrario pasen a su lado de la cuerda o, al menos, dejen de tirar.

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