El conflicto territorial en Catalunya ha degradado la vida social y familiar de muchos catalanes. Convivencia manifiestamente fracturada en los últimos cinco años. Además hay que añadir una realidad que ha larvado permanentemente en una parte importante de la comunidad castelllanoparlante, la débil integración cultural y lingüística de dos o tres generaciones desde los años 60. La implantación de los factores integradores ha sido directamente proporcional a la conciencia social de cada uno de nosotros/as.
La magnificación del lugar de origen de la comunidad castellanoparlante ha plasmado la potenciación de las peculiaridades folklóricas y gastronómicas en las diferentes entidades regionales, caldo de cultivo de una conciencia españolista en detrimento de la integración en Catalunya y que ha llegado al absurdo de denunciar permanentemente desde el PP y C’s de que en la escuela pública se ha practicado una enseñanza integrista catalanista lo que ha fomentado el rechazo al catalán y, por extensión, a las raíces culturales catalanas. La mayoría de la población mayor de 50 años ya estudió en centros educativos catalanes y sus hijos siguieron sus pasos. Muchos de ellos estaban con banderas monárquicas los días 8 y 29 de octubre en las concentraciones españolistas de Catalunya. El problema realmente es otro.
Ha habido un hecho diferencial en las relaciones sociales entre ambas comunidades. Ha estado ahí, aunque no se haya distinguido especialmente, pero ha ido hilvanando un fino muro que se ha traducido en cierto complejo identitario en los castellanoparlantes, generando un vacío que se ha satisfecho en estos momentos con la bandera rojigualda.
Por otro lado el proceso constituyente catalán ha desarrollado una hoja de ruta sin tener en cuenta a esos más de 3,5 millones de catalanes que no se identifican con la meta independentista. El objetivo final por la independencia ha expulsado a la mayoría de ellos/as, dejándolos huérfanos en el frente de lucha, cuando el objetivo del proceso debería haber sido dirigido al derecho a decidir. Meta irrefutable para cualquier ciudadano/a de convicciones demócratas firmes.
La derecha españolista, consciente de este vacío estratégico, ha capitalizado este sentir de pertenencia a España como cordón umbilical identitario para los que han mantenido contacto con sus raíces en otras tierras fuera de Catalunya. Fatal error para la causa del derecho a decidir, la cual, en términos de legitimidad, debería haberse marcado el objetivo de conquistar una mayoría social muy por encima del 50,3% actual, lo que le habría valido como aval frente al resto del mundo. El daño ya está hecho, muchos de nosotros hemos sido víctimas, no sólo de una falta seria de diálogo, sino también de una grave falta de respeto por parte de los que se han basado en "nosotros y ellos", en lugar de "nosotros" como único concepto integrador, y de depender de una clase política mediocre, donde la valoración de los daños colaterales ha pasado a un segundo lugar.
La ciudadanía catalana, que en toda su historia ha demostrado una inteligencia colectiva superior a la de sus gobernantes, debe hacer causa común en la reconstrucción de la convivencia colectiva, pues ella es la única capaz de hacer llegar a buen puerto el final de este proceso. Debemos recuperar la memoria histórica, porque cuando ésta se olvida se está condenado a repetirla.
Posiblemente es el momento de hacer memoria de esas personas venidas de otras tierras de la España de postguerra que no sólo contribuyeron enormemente al enriquecimiento de Catalunya sino que además formaron parte activa de esa vanguardia de hombres y mujeres que lucharon frontalmente contra la dictadura por la recuperación del autogobierno en Catalunya, y las libertades y derechos de las personas, que a día de hoy, nadie les ha dedicado un reconocimiento público institucional. Sería un gran paso hacia la concordia colectiva, y posiblemente sería un proyectil contra la línea de flotación de esa España centralista, rancia y caciquil que representa el PP y C’s y que este proceso está oxigenando en Catalunya, en base a una identidad españolista en detrimento de los intereses del conjunto del pueblo catalán.
Catalunya no es lo que el movimiento independentista quiere que sea. Es otra realidad mucho más diversa y mientras no se entienda de esa forma se seguirá alimentando el desencuentro y por lo tanto la fuerza de los mercenarios del poder del Estado dentro de nuestra tierra. No es momento de declarar "persona non grata" a nadie ni de marginar ninguna lengua, incluido el castellano.
Es la hora de crear bases de convivencia desde la propia ciudadanía. Hay que organizarse en los barrios y fomentar los puntos de encuentro entre todas las personas. Hay que formar un gran movimiento totalmente transversal basado en la tolerancia y la solidaridad, y sobre todo en el respeto mutuo. Hay que prepararse para un período de incertidumbre y sobre todo cargado de injusticias por muy legales que digan ser. Hay que demostrar al resto del mundo que nuestro sentir es el sentir de los derechos humanos y las libertades y que esto está por encima de cualquier otra consideración ajena a los intereses del conjunto de los pueblos y no sólo al objetivo de minorías. El 21-D no habrá ganadores y perdedores, sólo habrá un perdedor, Catalunya y sus 7,5 millones de habitantes.