Protegidos de la tormenta en el interior de su automóvil, mis padres esperaban la llegada del tren junto al portón de salida de la estación de los Catalanes, en la Rambla de Terrassa. Eran las nueve y media de la noche, y la lluvia que había estado cayendo durante toda la tarde se había transformado desde hacía media hora en una tromba de agua infernal, un diluvio. Y eso que el día, un martes de finales de septiembre de 1962, había amanecido cálido y soleado, en la tónica de un verano especialmente caluroso y seco, de graves sequías en todo el país.” Así comienza Josep M. Riera Ruiz (seudónimo) su libro “El hijo del aguacero”, situando inmediatamente al lector en el inicio de esa aciaga noche del 25 de septiembre de 1962 en Terrassa –el lunes hará 55 años–, la de la Riuada, la noche en que el autor, entonces un niño de 5 años, perdió a sus padres en la catástrofe. Siguen más de cuatrocientas páginas de prosa torrencial que ofrecen, muchas de ellas, quizá la mejor literatura escrita sobre la tragedia –con vívidas e impresionantes descripciones–, y en otras, el relato de lo que sucedió antes en la vida del autor y de su familia, y después, esto es, la infancia y la juventud de un huérfano de la Riuada, que es adoptado por unos tíos de Barcelona, y vive su despertar al mundo en las décadas de 1960 y 1970, narrado con no poco detalle y que pueden antojarse cercano a esa escritura sobre la vida privada y los pensamientos propios que han hecho célebre a Karl Ove Knausgård o a las memorias de Luis Racionero.
“Puede leerse como unas memorias, pero también como una novela, sobre todo si se hace a más de cien kilómetros de Terrassa”, afirma Riera, terrassense nacido accidentamente en Barcelona, que vivió en la ciudad hasta la la tragedia, luego entre los 21 y los 23 años, y que en 1987 regresó para ya no moverse.
¿Todo es verdad, en este libro?
No hay ficción, en la medida en que yo soy consciente, en la medida en que uno percibe la realidad e identifica lo que cree que es real.
¿Se ha documentado a fondo, sobre las Riuada del Vallès de 1962?
Todo lo que he podido. Intenté leerme todo lo que se ha escrito: Xaver Marcet, Baltasar Ragón, los especiales de Diari de Terrassa de los 25 y 40 años, los últimos libros, y he visto todos los documentales. Para ser lo más riguroso posible.
También sobre sus antepasados y familiares terrassenses.
Uno de los primeros capítulos, “La saga de los cruzadores de hilos” (58 páginas) es un intento de recreación de mis orígenes paternos más antiguos, y habla de algunos personajes terrassenses. Al regresar a Terrassa, conecté con un tío que vivía en la ciudad, y me volvió a poner sobre la pista de mis orígenes terrassenses. Terrassa aparece, sobre todo, en los capítulos iniciales.
¿Con que intención ha sido escrito “El hijo del aguacero”?
El libro es una especie de “reconstrucción autobiográfica”. No son exactamente unas memorias (las hubiera escrito de otra manera), sino una selección de episodios autobiográficos, si se les puede llamar así, enlazados de tal manera que explican una historia. No es una novela, pero sí que tiene elementos habituales de la ficción: sentimientos, emociones, una historia de amor, otra de lucha con la figura paterna, y todo concretado en unas personas muy determinadas.
No deja de ser el relato de su vida.
Sí, y sobre todo, por una parte, una especie de reconstrucción personal, mi experiencia autobiográfica, y por lo tanto, en una medida bastante importante, familiar, de momentos históricos concretos. Pero también, por otro lado, surge de una indagación introspectiva personal, basada en estos elementos autobiográficos. Y aún me atreviría a decir que es una apuesta creativa, o estilítica, o ya literaria, pero básicamente, que es una escritura muy auténtica. No hay paja narrativa, ni demasiada concesión a nada que no sea valioso de contar.
Y la Riuada lo lleva a la contracultura de la década de 1970.
El hecho argumentalmente importante, evidentemente, e s la Riuada. El personaje pierde los padres en ella, lo que cambia su vida emocional, afectiva y cotidiana. El libro explica cómo he ido reelaborando esto a lo largo de los años, a partir de mis relaciones personales, mis intereses intelectuales, las opciones estéticas. Da testimonio de que, en un momento determinado, yo estaba encantado con este contracultura y cultura pop que vivía, de la misma manera que menciono autores que me interesaron. Lo importante no ha sido tanto describir mi vida (bastante modesta y poco espectacular, en el fondo), sino más bien enfrentarse, ya pasados los cincuenta años, con tu pasado, con aquello que te ha marcado.
¿También es un retrato de época?
Quería dar testimonio de canciones, libros, movimientos sociales, momentos históricos. Aunque no llegué a militar en ningún partido, tenía la sensación de que la historia se estaba haciendo en aquellos momentos, que el destino estaba abierto, cuando el tiempo de franquismo que viví de manera consciente era lo contrario: un mundo absolutamente blindado, en que no podías hacer ningún proyecto porque todo era incorrecto.
El cannabis tiene su presencia, en las páginas del libro, con un pasaje dedicado a su primer porro.
Sí. Es un tema importante. Pienso que debería legalizarse, porque la situación actual es absurda. Tampoco hago una reivindicación del cannabis. Para mí ha sido un tema interesante, estimulante. Hay gente a la que un poco de alcohol le permite fluir, o conectar con sí mismo, o desinhibir, y otra gente es más afín al cannabis. No habrían demasiadas diferencias. Hay mucha hipocresía alrededor del cannabis y tendría que legalizarse. Cada persona ha de encontrar lo que le convenga, y nada de lo que le conviene a otro te garantiza de que te pueda servir también a tí.
Otro tema: su encuentro con la cultura catalana, curiosamente en los años que estudió psicología en Salamanca (y en un encierro de estudiantes allí aprende a tocar las primeras canciones de Lluís Llach).
Mi lengua materna es el castellano, aunque mi madre era catalana y hablaba en catalán. En la escuela todo se hacía en castellano, y con más de 20 años me encontré que hablaba el catalán con poca fluidez y no sabía escribirlo. A los veintiún años completé por primera vez la lectura de un libro en catalán. Al volver de Salamanca, en 1976, me encontré con el catalanismo, con una efervescencia que desconocía. Soy hijo de familia catalana pero, en la época y en el contexto en que yo vivía, el catalanismo era una cosa un poco exótica.
¿Por qué ha publicado “El hijo del aguacero” con seudónimo?
Al ser un libro tan personal, para las otras personas que pueden verse identificados, me pareció interesante utilizar un seudónimo. Por otra parte, es una especie de juego. Nadie puede escribir su vida con fidelidad. Entiendo que el autor también es una especie de personaje. No es tanto para preservar el apellido familiar, que también, sino por coherencia con el ejercicio de escritura; forma parte de la distancia entre la realidad y la recreación de la realidad. Dicho esto, añado que no tengo ninguna intención de esconderme. En Terrassa me conoce bastante gente, y se conoce la historia de mis padres en la Riuada.
¿Por qué finaliza el libro en 1980-81, alrededor de sus 24 años?
Así me ahorraba la fase de la “mili”. Pensé que no lo haría mejor que Antonio Muñoz Molina en “Ardor guerrero”, libro con el que me sentí muy identificado. De todas maneras, en el preámbulo, doy pistas sobre mi vida posterior.