Opinió

Llamados a ser comunidad

Càritas nos invita en la fiesta del Corpus Christi a fijar la atención en la dimensión comunitaria de nuestra vida. Vivimos en un clima de individualismo creciente y precisamente por eso es tan necesario un testimonio de que es posible "ser comunidad". La comunidad cristiana manifiesta la superación de dos tentaciones de sobras conocidas: por un lado, el individualismo, y, por el otro, el conformismo gregario. El ser humano crece y se realiza como persona conviviendo, tanto en la proximidad física como en la psicológica, en la compañía de otras presencias amigas. Nacemos y crecemos en una familia, pero llega un momento en que no es suficiente la familia como estructura de convivencia, por eso los adolescentes y jóvenes necesitan el complemento de otros círculos de relación. Ahora bien, la pandilla o el mero grupo de amigos también resultan insuficientes. En definitiva, el ser humano necesita un grupo básico en el cual las relaciones no sean meramente funcionales, sino que se llegue a una comunicación verdaderamente interpersonal.

Para ser constructores de comunidad es preciso que cultivemos una verdadera espiritualidad de comunión. ¿Y qué significa una espiritualidad de comunión? En primer lugar, una mirada del corazón hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros; en segundo lugar, la capacidad de compartir las alegrías y sufrimientos del hermano, de intuir sus deseos y atender sus necesidades, de ofrecerle amistad; en tercer lugar, la capacidad de ver lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo; por último, saber dar entrada al hermano, llevando su carga y rechazando las tentaciones de rivalidad, de desconfianza y envidia. Si vivimos esta espiritualidad, la comunión será una realidad viva en todos los espacios del entramado de la Iglesia, para tender puentes de unidad y también para acoger a todo hermano que llame a la puerta (cf. NMI 43-47).

En nuestro mundo globalizado cada vez hay más interdependencia entre personas, instituciones y pueblos; dicha interdependencia reclama una virtud que llamamos solidaridad. En palabras de san Juan Pablo II, se trata de la "determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos (…) La Iglesia, en virtud de su compromiso evangélico, se siente llamada a estar junto a esas multitudes pobres, a discernir la justicia de sus reclamaciones y a ayudar a hacerlas realidad sin perder de vista el bien de los grupos en función del bien común" ("Sollicitudo rei socialis", 38-39). Para ello es necesario reconocer al "otro" como persona, sentirse responsable de los más débiles, luchar por la justicia y estar dispuesto a compartir los propios bienes.

El prójimo no es simplemente un ser humano con sus derechos y deberes y su igualdad fundamental, sino que se convierte en alguien creado a imagen de Dios, redimido por Jesucristo y renovado por el Espíritu Santo. En consecuencia, debe ser amado con el mismo amor con que es amado por el Señor. La máxima expresión de solidaridad es la vida y misterio de Jesús de Nazaret, la Palabra eterna de Dios que se encarnó y habitó entre nosotros. Vivir la comunión eclesial significa participar en el amor de Dios y a la vez compartir con los otros cohesionando y dinamizando la vida de la comunidad. Esta comunión se expresa y se alimenta en la Eucaristía y fructifica en gestos de solidaridad. Así lo vemos expresado en la vida de las primeras comunidades cristianas y así lo debemos vivir las comunidades cristianas del siglo XXI.

El autor es obispo de Terrassa

To Top