Educar nunca ha sido una tarea fácil, pero hoy aún es más compleja, en un orbe tan injusto como desigual. Si en verdad queremos instruir para sentirnos más libres, quizás antes tengamos que adquirir conciencia de la justicia para que no se pierda corazón alguno por falta de oportunidades, pues lo fundamental es animar a convivir desde la cooperación de unos para con otros. Precisamente, un reciente informe de seguimiento de la educación en el mundo, de la Unesco, nos advierte de esa necesidad de cooperación entre sectores, para ayudarnos a coexistir, a templar el alma y, así, poder afrontar de manera coordinada las dificultades de la vida, acrecentando un mayor espíritu comprensivo y tolerante. Cuesta entender que, ante esta atmósfera de deshumanización, los sistemas de educación hagan bien poco, por no decir nada, a la hora de transmitir valores en lugar de acrecentar contenidos que, más que ayudarnos a despertar, nos adoctrinan como marionetas en un horizonte de luchas inútiles. Olvidamos que el objeto de enseñar es formar personas humanas aptas para auxiliarse unas a otras, y no para ser insensibles y competitivas unas contra otras. Por eso, la educación seguramente sea la forma más humana de reencontrarse; ¡de hallarse humano de verdad!
Lo importante no es aprender a leer o hacer cuentas, sino saber cohabitar, gobernarse por sí mismo, aprender a respetar. Ciertamente, resulta preocupante que no se preste más atención a nuestro espíritu solidario, y únicamente se premie el intelecto de la formación. Por ello, necesitamos a mi juicio tomar acciones mundiales que prioricen la tarea de humanizarnos, con programas educativos verdaderamente ejemplarizantes y de transformación de almas, lo que conlleva otro lenguaje bien distinto a lo que hoy se ofrece en los centros escolares. La única educación que nos hace avanzar como especie pensante es aquella que es capaz de obtener lo mejor de uno mismo, tal vez para poder abrazar unidos esa trascendencia de unidad y unión que, como linaje, todos nos merecemos para sentirnos alguien en la vida. Difícilmente va a dignarse a acceder a ese noble sentimiento de alianza quien no ha sido educado para el amor y por el amor, o va a amar el planeta, si previamente apenas tiene conocimientos básicos sobre medio ambiente y cambio climático. Si fundamental es prestar más atención a las cuestiones ambientales, también es vital propiciar una sana atmósfera de virtudes, a fin de convertirse en un ser humano; ¡sí, en efecto, humano de verdad!
No hay educación si no hay humanidad que transmitir, si todo es más o menos producción de máquina, lo que conlleva el activo de una generación estúpida, creída y altanera. La Unesco acaba de acentuar el requerimiento de una transformación profunda educativa para hacer frente a los desafíos que afrontan la humanidad y el planeta. Personalmente, uno hace tiempo que lo viene demandando a través de sucesivos artículos sembrados por todo el globo, pero la irresponsabilidad de algunos hasta ahora lo ha impedido, sabiendo que un mundo humanizado es un mundo liberado, ya que la ignorancia, siempre inhumana, nos desciende a la esclavitud más servil. Pensemos que la formación es por lo menos una forma de realizarse, de culto de la voluntad, de cultura humanitaria que ha de servirse a lo largo de la vida, como activo imprescindible, porque humanizar es como sentirse parte de los demás antes que de uno mismo; ¡humano hasta las entretelas! Sinceramente, pienso que el valor educativo no es el aprendizaje de muchos datos, sino el ejercicio de la mente para pensar y no dejarnos aborregar, pero también, de igual modo, el adiestramiento de nuestros latidos para poder encauzar fraternalmente nuestra existencia. Todos deberíamos nacer en una familia, nacer del amor, y crecer sustentados por una sociedad hermanada. Los tiempos actuales son todo lo contrario, lo separan todo, lo dispersan todo y también lo confunden todo, por lo que la tarea de humanizar se nos complica, máxime cuando los sistemas educativos del astro responden más a intereses que a humanidad. ¡Dignifiquémonos! Enfermada el alma, convertida en tumba del cuerpo, es bastante complicado entender la realidad y, como tal, concebirnos a nosotros mismos. Ojalá hubiese muchas escuelas, sobre la faz de la tierra, que desarrollasen otro civismo, otro lenguaje más del corazón que de la vida. Sería una buena manera de propiciar ese ansiado cambio en el planeta, donde todas las culturas se acogen, acompañan, saben discernir e integrarse, en un ambiente humano, donde cada cual sea el mejor aliento de su análogo; es cuestión de apreciarse, ¡no de repudiarse!