Cuando ya las vacaciones empiezan a ser como un bello y remoto recuerdo, nos encontramos en el mes de septiembre. Septiembre es el noveno mes del calendario gregoriano, a pesar de que su raíz nos evoca al séptimo mes del calendario romano; de hecho, ocupó la novena posición al modificarse el inicio del año, de marzo a enero, cuando se implantó el nuevo calendario. Sea como fuere, septiembre lleva implícita una fuerte carga de singularidad, que puede ser compartida con la del mes de enero, cuando cambiamos la cifra del año y añadimos uno más.
Una vez finalizadas las vacaciones y reintegrados a la normalidad, entendida como aquello que es lo habitual, parece que de repente nos abruma una cierta sensación de novedad que nos impulsa a querer introducir cambios en nuestro estilo de vida. Por la indolencia de los últimos días de julio, se han ido postergando, quizás, muchas cosas relacionadas con el trabajo, aunque no se trate solamente de temas laborales sino también de tipo personal. Parece que nuestro regreso en el mes de septiembre sea como el momento idóneo para ponernos, por fin, manos a la obra en muchos aspectos. Sintiéndonos renovados por el descanso, todo será como algo nuevo, la ciudad será diferente, el ciclo académico comenzará y también lo hará nuestra actividad social y cultural. Es esta sensación de novedad la que nos incita a buscar nuevas cosas o, mejor aún, a buscar nuevos contenidos para nuestra actividad habitual, ya sea en el ámbito laboral como en el personal o familiar. No obstante, cada uno desde su propia realidad, nos vemos inmersos en esta sensación de novedad: unos queriendo dar un nuevo aire a su actividad habitual, otros planteándose nuevos retos o volviendo a poner viejos problemas sobre la mesa, para encontrar diferentes vías de solución.
Se impone una reflexión sobre la manera en que se deben plantear estas nuevas y deseadas situaciones. En primer lugar, resulta necesario determinar los objetivos, entendidos cómo aquello que se quiere conseguir. Aquí entra ya en juego el conocimiento de cada uno, puesto que de la sensatez con que formulemos estos planteamientos dependerá en gran parte nuestro éxito. No hace falta proponerse grandes metas, pues al fin y al cabo los mayores logros están formados por otros de más pequeños e insignificantes. De hecho es, en éstos últimos, además, en donde debemos poner nuestra atención. Algunas veces, dejándonos llevar por la euforia, queremos conseguir cosas realmente difíciles en un breve plazo de tiempo. Por ejemplo, algo banal y ciertamente muy típico se da cuando al decidir acudir al gimnasio no nos planteamos el hacerlo cada día sino que algo mucho más razonable de entrada es proponernos el acudir sólo dos veces por semana. De esta forma, todo será mucho más fácil y, lo que es más importante, nos asegurará el éxito de la actividad.
Cabe destacar que los objetivos que se planteen no deberían ser tampoco numerosos puesto que ésta podría ser una de las causas que condujeran al fracaso; no podemos exigirnos demasiado y tenemos que focalizar bien nuestra conducta para asegurarnos el éxito. Quizás, para no olvidarnos de ello, podemos escribirlo y así ir repasando nuestros objetivos, de vez en cuando. Si no se han podido lograr, se impondrá una reflexión sobre las causas o motivos y tal vez precisemos remodelar esas aspiraciones e introducir modificaciones en nuestra conducta. Debe entrarse como en una especie de ciclo del tipo: reflexión – acción – reflexión sobre la acción – innovación. De este modo se aseguran unas mínimas posibilidades de éxito que es lo que realmente interesa: avanzar en nuestro desarrollo personal y también profesional.
Una última reflexión. En todo lo anteriormente expuesto, no hemos querido dar una visión centrada sólo en uno mismo. Cualquier acción que pensemos para nosotros siempre tendrá una influencia en nuestro entorno y, evidentemente, en las personas que lo forman. Si queremos lograr nuestros objetivos, no podemos hacerlo sin tener presente al otro.