Érase un país en el que existía infinidad de empresas públicas, la mayoría creadas en años de dificultades máximas.
El Estado, durante muchos años, había ido creando una red de servicios públicos que abarcaban parte importante del sector eléctrico, del sector petrolífero, de la banca (la llamada banca oficial), toda una red de cajas de ahorros, en las que, además, existían de forma casi generalizada fundaciones benéficas que atendían no pocas funciones sociales, todo un conglomerado empresarial que respondía al nombre de I.N.I. (Instituto Nacional de Industria) que, aunque con más pena que gloria, consiguió poner en marcha infinidad de empresas industriales, mineras, astilleros, de gas…
Llegó un momento en el que quienes gerenciaban la cosa pública consideraron más oportuno que las empresas pasasen a manos privadas y el Estado, ya democrático, fue privatizando la gran mayoría de las que eran viables, con lo que se disimuló durante algunos años el déficit que las cuentas del Estado ordinarias, sin los ingresos de esas ventas, hubiesen lucido.
Quedó un importante sector del que curiosamente ni se habló de privatizar total ni parcialmente. Fueron las cajas de ahorros, en las que nuestros gobernantes del momento vieron otras posibilidades mas halagüeñas que las de suavizar el déficit público.
En nombre de una buena parte de los entes públicos a que pertenecían, los consejos de administración fueron llenándose de políticos, con lo que, siendo aproximadamente la mitad del sector financiero, podían influir sobre las muchas empresas en que participaban esas cajas, podían prestar dinero y condonar deudas, podían comprar los negocios más disparatados… Así cavaron su tumba nuestros políticos, de las otrora poderosas cajas de ahorros, que, con una gestión disparatada y que nada tenía que ver con lo profesional, acabaron con una quiebra casi generalizada de la que seguramente jamás sabremos el coste real para el ciudadano.
Y así se llegó a un punto en el que el Estado ya no tenía “empresas” que vender; en cambio sí se había ido creando, en paralelo, una red de “empresas-bodrio” inútiles, donde no se sabía bien los objetivos a cumplir, excepto uno importantísimo para quienes, mas que gobernar, “mandaban”: llenarlas de enchufados ya fuesen del partido, de la familia, los amigotes, etcétera, y otras, las de comunicación, con el único fin de servir a su señor de forma descarada.
Entre las de este último lote, las hay estatales, autonómicas y municipales y quizás algún día lleguemos a saber cuántas son, sus recursos propios, deudas, empleados y nómina conjunta y de forma especial cláusulas que aseguran empleo e indemnización a sus privilegiados empleados, datos estos últimos que son seguro la causa de que la liquidación de ese entramado sea complicada por lo que puede suponer para que el déficit “suba en globo” repentinamente.
Y, ante esta situación, resulta que se dan casos curiosos como el de una empresa ejemplar, no sólo por su extraordinaria antigüedad, de 174 años, sino por su buen servicio, su más que aceptable precio del suministro y la calidad del producto que nos pone en ca-sa.
Lo normal en esas circunstancias sería que, al finalizar la concesión del Ayuntamiento, la Mina d’Aïgues de Terrassa lograra la renovación, habida cuenta de su experiencia y buen saber hacer, pero hete aquí que la mayoría de nuestro Ayuntamiento encuentra la oportunidad de, por un lado, hacer política barata diciéndole a su electorado que la empresa pasará a ser de los terrassenses y, por otro, tener a mano una empresa rentable, de cierta envergadura, en la que poder colocar a algunos de los suyos.
Será muy difícil que desde el Ayuntamiento se pueda mejorar la gestión de una empresa tan modélica, muy probable es que los gastos de personal se disparen, y que, no lo pongamos en duda, el agua pasará a costarnos mucho más cara en un corto plazo de tiempo.
Vista la historia compartida de todas las empresas públicas -nuevas, viejas, ricas o quebradas- es difícil suponer que el Ayuntamiento de Terrassa cambie la triste historia de nuestras empresas públicas, tan monótona como desgraciada, durante los últimos cincuenta años.
Quedan bien para la galería frases como “el conjunto de la ciudadanía puede recuperar la gestión del servicio del agua”, “es una oportunidad histórica”, “en el siglo XXI nadie entendería que el agua quedase en manos del sector privado” o “la gestión directa es la que da plenas garantías de que el agua sea considerada como un derecho humano universal”.
Uno no puede evitar ponerse a cavilar por qué en la mayoría del mundo civilizado el suministro sea privado o como mucho mixto, y en algo debe influir el hecho de que la experiencia profesional de nuestros políticos no parece superar la de los equipos de empresas que vienen dedicándose a ello durante toda su vida profesional, como es el caso.
No deja de ser curioso que haya ayuntamientos que subcontratan servicios que deberían ser rigurosamente controlados por ellos, incluida la imposición de según qué multas, para lo que sí parece tener equipo preparado, mientras suena con aventuras como la que comentamos.