El domingo 29 de mayo se levantó soleado en Madrid. En la primera planta del Hotel Rafael de Alcobendas, Edi Tubau entreabrió los ojos. Desvió la mirada hacia la cama de al lado y vio a su compañero de habitación, Vicenç Ruiz, un chaval de Vacarisses destinado a sucederle en la selección española de hockey. Edi había dormido bien, sin sobresaltos, como acostumbra.
Sabía que aquel día iba a ser el último de su carrera como jugador. Dentro de cuatro horas saltaría al terreno de juego del Club de Campo Villa de Madrid, donde pasó tres temporadas, las tres únicas que jugó fuera del Egara, su casa, el lugar donde creció y donde terminaría una carrera deportiva sólo al alcance de los más grandes.
Esa mañana, Edi estaba convencido de que se retiraría ganando su quinta Liga con el Egara, la decimocuarta de la historia de un club que llevaba quince años sin levantar el trofeo. Recién leventado salió a dar una vuelta por los alrededores del hotel. Los primeros rayos de sol se filtraban entre los árboles de Alcobendas. Se fue después a desayunar. A continuación, en el cuarto de hora que el técnico deja libre a los jugadores, volvió a meterse un cuarto de hora en la cama. “Es una manía que tengo. Lo hago siempre antes de los partidos importantes. Es como un ritual”, apunta. Saltó de la cama, se duchó y comenzó a preparar la bolsa con el mimo y la parsimonia de siempre. Todo, nervios incluidos, estaba bajo control.
Un privilegio
A las 10.45 de la mañana comenzó la reunión junto al resto del equipo. Patricio Keenan, que ha sido su entrenador las tres últimas temporadas, ya había hablado el día anterior con él. “Le dí las gracias por su entrega. Para mí ha sido un privilegio dirigir a alguien como él”, explica Keenan, que abandona también el banquillo del Egara.
La charla técnica duró 40 minutos y no incluyó grandes arengas. Se trataba de sacar presión. “Pacho es un hombre de pocas palabras. Nos dio cuatro pinceladas claves sobre el Polo. Tampoco hacía falta más. Hemos jugado tanto contra ellos que nos conocemos a la perfección. Incluso hizo alguna broma. Intentaba sacarnos de encima nuestros miedos y distender la situación”, explica Tubau.
Tras la charla, el equipo subió al autobús camino del campo, donde llegó hora y media antes del partido. Antes del calentamiento, los jugadores disponen de unos veinte minutos para relajarse. Algunos miran el partido de antes, otros dan un paseo o charlan. Edi hizo lo mismo de siempre, como si esa final que pondría el broche de oro a su brillante carrera fuera un partido más. Se encerró en el vestuario donde su amigo, el fisioterapeuta Jordi Borràs, se encargó de vendarle a conciencia los tobillos. Esta temporada las lesiones no le han respetado. Convenía que todo estuviera a punto. Curiosamente sufrió una lesión tras un golpe en la final y tiene el dedo gordo del pie roto. “Es una herida de guerra que siempre me recordará este último título. Debería utilizar muletas, pero no me apetece. Me cuesta un poco andar, pero no queda otra que esperar a que el hueso se suelde por sí mismo”, explica. Fue su última lesión. Cuando se recupere se apuntará al campeonato social de tenis del Egara, donde retará a su gran amigo Pol Amat.
En un vestuario semivacío, Edi se encargaba de dar algún consejo a Vicenç Ruiz y no paraba de bromear con los más jóvenes. Seguramente para tranquilizarles. Otro veterano como él, Edu Arbós, percibió la trascendencia del momento. Se fotografiaron juntos.
Ya vendado y vestido con la camiseta del Egara saltó al campo a calentar. Suele hacerlo a otro ritmo que sus compañeros. Al acabar, se dirigió a una de las vallas perimetrales del campo y se puso a estirar. Fue su último momento de soledad antes del pitido inicial. Clavó la mirada en el infinito, puso la mente en blanco y se relajó, ya por última vez. Visualizó el éxito. El último. Fue a por él y lo acabó consiguiendo.
Con el pitido inicial, la adrenalina y su magia se encargaron del resto. Ni perdiendo 0-2 a los diez minutos vio la final perdida. Siguió peleando cada bola, corriendo más de lo que sus piernas parecían dispuestas a soportar, animando a los jóvenes, defendiendo, atacando, presionando, achicando espacios, abriendo el campo, ofreciendo un recital de pases, calmando el choque cuando tocaba, acelerándolo. Y al final asistió impasible a los lanzamientos de “shoot-outs”. Cuando Josep Romeu marcó el quinto y el Egara fue campeón, Edi, el hombre tranquilo, se tumbó en el suelo. Se derrumbó. Lloró como nunca había llorado. “No suelo llorar, pero en estos momentos es inevitable. Son tantos años, tantos recuerdos, tantas, tantas cosas”. Eran lágrimas de alegría. Seguramente alguna también de prematura añoranza por un romance con el hockey que había acabado y no volvería.
No fue a abrazarse con sus compañeros. No podía. Sólo podía llorar y seguir sentado en el suelo. Jordi Borràs, que le había vendado los tobillos apenas dos horas antes, fue el primero que acudió a abrazarlo. Se le lanzó encima y enloquecieron juntos. Su mente comenzó entonces un largo viaje por dos décadas de jugador profesional. Revivió una tras otra, de golpe y para siempre, todas las alegrías y todas las derrotas. En su última batalla había triunfado. Y había triunfado porque sabía que la derrota no era una opción para un soldado como él, para uno de esos soldados que tanto en la vida como en el deporte jamás se rinden, jamás quieren rendirse, o que cuando pierden una guerra quieren permitirse el lujo de ganar cuando menos una batalla.
Su gran fan
Cuando por fin consiguió levantarse del césped, el talentoso guerrero atisbó el horizonte en busca de la persona que más le ha apoyado a lo largo de toda su carrera, su mejor fan: su padre. También se abrazó al resto de la familia: su madre, su esposa y su hija.
Tras una comida rápida en el bar del chalet de tenis del Club de Campo, el bus de los campeones emprendió viaje hacia Terrassa. Corrió la cerveza y comenzaron los cánticos. “Bebimos tanta cerveza que nos veíamos obligados a pedirle al conductor que parara en casi cada área de servicio para ir al baño”, explica entre risas mientras rememora un viaje inolvidable. Un viaje que acabó pasada la medianoche en el Pla del Bon Aire, donde dos centenares de aficionados esperaban al equipo. “Allí, en mi casa, me emocioné de nuevo. Es la mejor recepción que he vivido jamás. La gente nos llevaba en volandas y no paraba de aplaudirnos. Me retiré a las tres y media de la madrugada. Al día siguiente tocaba trabajar”, apunta Tubau, para quien los reconocimientos y los homenajes no han hecho más que empezar. El mejor lo vivió en Madrid.