Para el éxito del timo hacen falta muchos preparativos, sobre todo para sembrar la confianza en las víctimas, aparentar solvencia moral y “vender” el producto. Unas demostraciones previas afianzan la relación, hasta que las víctimas pican y ofrecen su dinero para que el timador, ese hombre que dice convertir papeles blancos en billetes mediante la aplicación de productos químicos, use los billetes de verdad para multiplicarlos por dos o por tres. En Terrassa han actuado esos timadores. Hace un par de semanas, un hombre estafó al propietario de un bar, que perdió 2.500 euros en un santiamén.
La trampa de los billetes tintados es como el embeleco de la “estampita” en versión sofisticada y desgranada con pericia por especialistas, sobre todo originarios de países africanos como Nigeria, Camerún, Costa de Marfil o Ruanda. Los estafadores no eligen a los damnificados al buen tuntún: buscan y escogen a comerciantes o empresarios, por regla general.
En Terrassa, lanzaron la caña en un bar regentado por paquistaníes. El timador entró un día por la puerta y luego otro y otro, un refresco hoy, un café mañana, algún día un almuerzo, y fue amasando una relación de confianza con los hosteleros. Cierto día, ya establecidos nexos de simpatía, soltó que tenía un trabajo “discreto” y que por eso apenas conservaba amigos. ¿Qué trabajo discreto? Contestó a la pregunta: hago esto. Y “esto” era desvelar billetes, sacarlos a la luz, porque, según sus indicaciones, aquellos papeles blancos que enseñaba, aquellas cartulinas, eran billetes legales, de cincuenta euros, pero sólo volvían a su estado original con un procedimiento químico.
Cierto día, en el desarrollo de la estratagema, el tipo aquel, que dijo ser originario de un país africano “con mucho petróleo”, les hizo una demostración.
El ardid
Se fueron a la trastienda. Sacó dos papeles blancos con las mismas medidas que un billete de cincuenta euros. Colocó en medio de las dos cartulinas un billete legal, y dio rienda suelta a su ardid con la sucesión de varios elementos de convicción: una luz de color azul que mostraba las marcas de un billete real, un líquido químico aplicado a los papeles blancos, un envoltorio de papel de aluminio? Y había que pisar el montón durante cinco minutos y sumergirlo en agua jabonosa y luego en agua limpia antes de secarlo y plancharlo.
Al final del procedimiento aparecieron tres billetes legales: el del medio, que ya lo era, y los otros dos, las piezas blancas que habían devenido moneda auténtica. Las víctimas comprobaron que no eran falsificaciones, pues la máquina tragaperras del bar no expulsó los billetes. Podían ratificarlo en un banco, si querían, les dijo el hombre. Los observadores se quedaron absortos, como “hipnotizados. Aquel sujeto cogió su maletín, en el que portaba sus útiles, y se marchó, pero volvió más veces. Hasta el día en que ejecutó el golpe que había madurado con parsimonia.
Aprovechó que uno de los dos responsables del bar estaba ausente para engatusar al otro, pues posiblemente cuatro ojos atentos hubieran desentrañado la artimaña. Propuso a su víctima que le dejase 2.500 euros para duplicar esa cantidad y de los 5.000 resultantes le abonaría mil en concepto de comisión. Un buen trato, un caramelo.
El pasado 14 de mayo fue el día escogido para la operación. Aquel sábado, el “cliente” llegó al establecimiento pertrechado con su maletín de los milagros químicos, y repitió el proceso que había llevado a cabo días antes, el operativo de la jeringa con una sustancia desconocida, del agua con jabón, del montón de billetes con cartulinas blancas por arriba y por abajo.
El afectado dejó los 2.500 al estafador, que desplegó la martingala ante él hasta que llegó el cambiazo. La víctima detectó aquel momento, para desgracia suya, un buen rato después. El timador, una vez comenzado el proceso, pidió al responsable del bar que fuese al interior del local para traer agua caliente. Fue un momento, pero fue el momento. Seguro que aprovechó esos segundos para embolsarse los 2.500 y poner en su lugar más cartulinas, más papeles inservibles.
El dinero que se envía a los países pobres va así, oculto, para que no lo roben en la frontera, llegó a decir. El procedimiento casi había acabado. Deja esto así, tapado, durante tres horas, volveré pasado ese tiempo, comentó a su víctima. Al perjudicado no le importó esperar, confiado en que sus 2.500 euros continuaban allí, en aquella pila, ajeno al cambiazo en el que luego sí reparó. Aquel tipo no volvía.
Lo llamó al móvil. Nadie contestó. Lo llamó a otro móvil. Nada. Alarmado, el estafado desmontó la pila de billetes. Su dinero se había esfumado, allí sólo había papeles. Casi a medianoche, contactó con la policía. A esa hora, el timador, aunque había fingido vivir muy cerca, estaría muy lejos.