Terrassa

Capítulo 3. “Hay que estar siempre alerta”

Pedro Romero vivía en prisión con cien euros al mes que le enviaba su familia. Tenía para todo, aunque tuvo que esofrzarse en la administración porque enfermó de malnutrición y debía conseguir comida fuera de los canales habituales. Se integró en un sistema del que fuera de él asegura que es imposible sobrevivir. Salió de prisión en enero de 2014 y rehace su vida cada día.

La vida en la prisión pasaba despacio, muy despacio. La experiencia ha hecho concluir a Pedro Romero que hay dos cuestiones de fundamental importancia de la vida en prisión. Una son lo que él llama las “relaciones sociales” y otra la alimentación.

Sobre la primera considera que lo mejor es intentar pasar desapercibido, pero no “puedes pretender aislarte, es imposible. Tienes que ganarte la confianza de otros presos con atenciones y complicidades, respetar las normas y obligar a que se respeten e incluso recurrir a la violencia si es necesario. Aquello es una jungla y hay que estar preparado para cualquier cosa; siempre alerta y con la cabeza muy fría”.

“Tienes que ser muy observador, no pasarte de listo ni que te tomen por tonto y debes estar dispuesto a responder a cualquier provocación”. Un momento especialmente delicado era el domingo, cuando llegaban las visitas. Una mirada inoportuna a la mujer o a la pareja de un preso podía convertirse en una “causa belli” de imprevisibles consecuencias. “Son innumerables las cuestiones que tienes que tener en cuenta. La adaptación es difícil, pero no tienes más remedio que habituarte a la vida en el interior rápidamente. Tienes que formar parte del sistema; vivir fuera de él es incompatible con la vida”.

El día empezaba a las cinco de la mañana. A las seis, hora de desayunar: un bollo de pan algunos días en mejores condiciones que otros; un vaso de leche aguada y una naranja o una mandarina o algo parecido a un plátano. A las 10.30, la comida: arroz, patatas, lechuga y un trozo de carne inidentificable de unos veinte gramos. “Lo normal era encontrar cucarachas en el arroz y gusanos en las patatas; la lechuga era de un horrible color negro y de la carne mejor no hablar”. Entre las 14 y las 14.30, la cena. “Nos daban exactamente igual que para la comida; así, 41 meses, todos los días”. Y entre tanto, vivir.

Malnutrición
Entró en prisión con 95 kilos y en pocas semanas se puso en 66. Perdió casi 30 kilos. “He sido siempre muy escrupuloso y no podía comer. Las ‘canecas’ (bandejas) estaban siempre sucias, te daban la comida con las manos desde un bidón que lavaban con agua fría y que tenía una costra de suciedad de años. Sentía una repugnancia insoportable”.

Y enfermó. No sabía qué le pasaba. Se desmayaba inopinadamente y recurrió al sistema de salud de la prisión. Un médico le dijo que tenía cáncer y que le harían unas pruebas a las que se negó. Casualmente pudo conseguir una segunda opinión que determinó que lo suyo era un problema de malnutrición, de hipoglucemia. Su debilidad era absoluta y era lo que provocaba los continuos desmayos. “No era capaz de levantar ni una pesa de tres kilos y me enviaron a un nutricionista que me dijo que tenía que comer y recuperar peso”.

Le recetaron unos batidos hipercalóricos y contrató a los “rancheros” para que le diesen comida en mejores condiciones. Tenía que pagar veinte mil pesos al mes, unos ocho euros, una auténtica fortuna para su presupuesto y el sistema económico que regía en la prisión.

Pedro Romero vivía con los cien euros al mes que le enviaba su familia: “Nunca podré agradecer lo suficiente el apoyo de mi familia, de mi madre y mis hermanos durante aquellos años”. Esos cien euros se convertían en 230 mil pesos. De los cien euros se perdían veinte por el camino: cobraba una comisión la persona que recibía el giro fuera de la prisión, el que te hacía el pago en el interior y si los ingresos iban al banco también te cobraban. “El primer giro estuve mes y medio para cobrarlo. Fue un infierno, porque no podía disponer de nada, ni de un lugar digno para dormir”.

Todo tiene un precio
En la cárcel se paga por todo. Si tienes dinero duermes en una celda en el suelo, si tienes más dinero en un catre y si tenías mucho, mucho dinero hasta una cama cerrada. “Había un tipo que defraudó a un banco y tenía televisor y hasta un frigorífico en su celda”.

Todo estaba tarifado, hasta el pago del pasillo, que eran 20 mil pesos para que la guardia, durante las “rascadas” (registros) no rompieran o no “vieran” ciertas cosas que estaban prohibidas. “Tu, con dinero, podías tener lo que quisieras. Lo corriente eran ollas y resistencias eléctricas para calentar agua y comida y ladrillos que con la resistencia calentaban las chapas; espuma de afeitar, jabón, cepillos de dientes y dentífrico, cuchillas de afeitar, papel higiénico, desodorante… La ropa y el calzado los comprabas o te lo enviaban y para recibirlo también pagabas”.

El salario medio en Colombia era de unos 500 mil pesos, unos 220 euros. Una olla valía 50 mil pesos; la resistencia unos 15 mil pesos, el ladrillo 10 mil. Si no pagabas, te requisaban el móvil y para recuperarlo, como sanción, debías pagar unos 500 mil pesos.

El que se lo podía permitir podía tener acceso a teléfono, perfumes, prostitutas, comidas especiales en días señalados, ropa de marca, auriculares, cuchillos, armas, material informático… lo que quisiese. Todo tiene un precio en La Modelo, hasta una vida: “mucho más barata de lo que se pueda creer”.

Pedro aprendió a administrarse con el dinero que le enviaba su familia y a dejarse llevar por la corriente que significaba la dinámica vital de la prisión. Recuperó peso, llegó a 76 kilos y se dedicó a vivir.

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