Si en algo coinciden los dos nuevos partidos que han agitado las aguas de la política española en el último año, es en su cuidadoso afán por evitar el uso de la palabra izquierda. Sustituyen, se diría, lo que consideran antiguallas ideológicas, por nuevos mantras de comunicación: un proyecto de país cívico, en el caso de Ciudadanos, una épica confrontación con las elites, en el caso de Podemos. No cabe sorprenderse de que en un país con un desempleo insoportable, cebado en una generación, tengan una resonancia inmediata discursos de quienes se presentan como "lo nuevo", en oposición a "lo viejo" que tantas señales de disfunción da.
Sin embargo, presentar lo nuevo frente a lo viejo como promesa de cambio, en una época de crisis, es de hecho algo bastante viejo: hasta cierto punto, forma parte del manual de resolución política de crisis financieras. Es, en cualquier caso, obligado comprender que quien ha sido golpeado en los mismos fundamentos de su vida por la crisis desee de forma esencial que algo cambie, lo que sea, y clame su indignación contra la izquierda y la derecha existentes, contra liberalismo y socialdemocracia, y desconfíe de todo y de todos. Aun así, como personas de izquierda sigue habiendo -se definen o se las percibe así-, tal vez una de ellas pueda intentar convencer al más desencantado de que precisamente de esa necesidad de cambio nació la izquierda.
Protestas de humillados y ofendidos, por desgracia, ha habido desde la noche de los tiempos; la forma en que las articulamos y pensamos hoy provienen, en última instancia, de la revolución de la razón que nos legaron los científicos y pensadores del patrimonio europeo.
Fragmento del artículo de Emilio Trigueros en el diario El País